Matías anda últimamente más somnoliento que de costumbre. Siempre ha sido de dormir sus horas, y cuando no lo hace, se le nota en el humor y hasta en el ceño. Una mañana soleada puede volverse en día triste y ceniciento sólo con que le falte satisfacción a su tendencia dormilona. Y eso le está ocurriendo muy a menudo.
Pasan en su casa algunas cosas raras, que ya ha desistido de discutir con su señora, una mujer de armas tomar, de las que si dicen blanco, ni hace falta otear de reojo si lleva o no razón. La tiene de antemano. Más que nada por razones prácticas: en discusiones de tal densidad metafísica uno lleva las de perder por muchos argumentos de peso que se le ocurran.
Se atiene a su santa paciencia y ahí va, procurando que no se le cierren los ojos por las esquinas y tratando de no errar demasiado en la calle que le va a llevar al trabajo, donde los colegas aún no le han dicho nada, por aquello que quién le va a poner el cascabel al gato. Aunque ganas tienen, puesto que le ven cada día más ojeroso y desmañado.
Por la noche procura acostarse a hora prudente, después de echar un vistazo rápido a cualquier lectura irrelevante que le permita limpiar la mente de las cuitas cotidianas y de las preocupaciones irresueltas. Así se duerme como un niño, hasta con un brazo hacia arriba para sujetar la almohada, para que no se le pierda en sus viajes nocturnos. Sí, no sabe bien por qué, pero suele soñar que viaja.
A cualquier hora extraña que al buen lector se le ocurra nuestro hombre se entredespierta, pongamos que en cualquier lugar del globo, a punto de una conversación de gran interés. Se dice a sí mismo que nada de abrir los ojos, se da la vuelta y prosigue en algún otro punto su imaginado relato.
Al poco vuelve a sonar el despertador y el malestar ya se hace patente. Han pasado sólo cinco minutos, aunque él no los haya contado. El despertador ha sonado en la habitación al lado y ahora se acuerda: su señora le avisó de que a las nosecuántas se levantaría para avanzar en noséqué laborioso estudio, que según se deduce no puede acabar por las mañanas.
Pero de momento nada se oye y él ya ha abierto los ojos de par en par, mira la hora y son las tres y media. De la madrugada, claro. Y él no necesitaba despertarse hasta las siete, porque así le daba tiempo de sobra para preparar todo lo preparable. El despertador ha dejado de repicar hace unos cuatro minutos y él ya ha empezado a mosquearse, aunque todavía no se ha dado cuenta de ello. Para eso tiene a ese recalcitrante despertador, que se lo va a recordar al minuto siguiente.
Se levanta al baño. Todo está oscuro y silencioso. También el despertador, al que una mano invisible le ha hecho callar con decisión durante otro pequeño rato. No ha regresado todavía de hacer lo que debían ser sus matutinas necesidades cuando suena otra vez el aparato, que es acallado de nuevo y de plano.
Se entretendrá así todavía unos veinte minutos, dando vueltas en su cama hacia un lado y hacia el otro, interrumpidos periódicamente con la estridencia previsible. No quiere levantarse tan pronto porque se durmió a las doce y pico y mañana va estar como una piltrafa. Tampoco tiene la cabeza lúcida como para ponerse a leer un sesudo informe de su trabajo. Al poco vuelve a empezar la breve y ruidosa sonatina.
En la casa sigue sin moverse nadie. Y él se promete a sí mismo morderse la lengua de nuevo, como ya le pasó ayer y anteayer, y a diferencia de lo que ocurrió la semana pasada, en la que velar por su derecho a dormir le costó montar un cisco, en el que hasta sus hijas se le pusieron en contra, lo cual por cierto también le quitó el sueño.
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