He releído en estos días el breve tratado de Séneca Sobre la brevedad de la vida y una vez más su lectura me ha impresionado por su lucidez y por la extraña actualidad que tiene el texto veinte siglos después y, todo hay que decirlo, por la fuerte contradicción entre su vida y sus escritos. Esta breve reflexión es una resonancia de esa lectura.
Y me voy a Roma donde Séneca pasó la mayor parte de su azarosa vida y asumió, en suicidio impuesto, su violenta muerte. Y yendo hacia atrás unos cuantos años encuentro la Corte de Augusto, devoradora de mujeres y de hombres como toda corte que se precie, exigiendo a sus áulicos total devoción a cambio de la dorada benevolencia del emperador. Entre los poetas, seleccionados como siempre por Mecenas, estaba Horacio, poeta perfecto, cortesano crítico con precaución y pensador profundo.
Y un día al ver el trajín agobiante de los que iban y venían a negocios, intereses, inversiones, compras, ventas y ganancias en un sinvivir diario, escribió aquel irónico y mordaz poema del Beatus ille, ¡Feliz aquél!, que escrito a mano preside mi salón y que siglos más tarde repitió casi en paralelo nuestro Fray Luis de León cuando compuso, no sin menor intención, el ¡Qué descansada vida!
Pues algo así. Ando entre cumpleaños de altura y voy viendo las cosas ya con otras medidas, no sé si por la edad, por la experiencia repetida o por alguna sabiduría o por las tres cosas a la vez, pues suelen ir muchas veces juntas. Y con Horacio y Fray Luis me digo cosas parecidas.
Hay que confesar de entrada que puedo decir lo que voy a decir porque, quitando alguna cosa que pueda pesar, no tengo pesares ni agobios pendientes ni heridas ni dolor que así se precie. Y claro, así cualquiera. Y ese cualquiera soy yo y aunque sea ese cualquiera me atrevo a decir lo que sigue.
Tengo sobre todo, y muy sobre todo, lo que llevo conmigo, muchas experiencias y algunos saberes, una lista interminable de nombres queridos y rostros sin fin amorosamente recordados. Casi no hay quien dé más, creo. Y como complementos casi diarios, la conversación y el trato amigo, la sorpresa y la admiración, la ocupación diaria y el trabajo que no cesa, el pensamiento y la escritura, la memoria y la celebración, el libro de turno y los artículos de cada semana. Son riquezas de valor no calculable que cada día disfruto con el gusto explícito de poder disfrutarlas.
Y en una franja de especial importancia y color se alinean los dones que me vienen por la fe, sobre todo a través de los demás que me acompañan. Son placeres expresos y contundentes que resultan desconocidos y del todo ajenos, si no insospechados, a quien no los tiene. Son cosas de la vida y de la suerte o de la gracia o yo qué sé de qué, que es un misterio esto del camino de cada uno y cómo se reparten las gracias y las desgracias.
Y tengo el grave y oscuro pesar de los pesares ajenos. De gentes lejanas del sur, tan cerca, y de gente de al lado con sus cargas bien concretas y contables. No quitan el sueño pero sí rebajan una felicidad diaria redonda y hermosa que se podría vivir si no hubiera ese agobio que no para y ese dolido y doliente recuerdo diario. Pero a todo se hace el ser humano y hay que compaginar en el mismo y precioso libro de la vida unas páginas y otras y apretarlas todas juntas bajo el brazo en el paseo diario por la existencia, por la propia y por las ajenas. Nunca mejor dicho, así es la vida.
Y ahí se sitúa el carpe diem, también de Horacio. Pero no en ese nivel bajo y superficial de cualquier iuvenes dum sumus o de los cármina burana que se tercien, sino en aquello otro del aludido cordobés ilustre de nombre Lucio y Séneca de apellido cuando invitaba a ahondar en la vida para que al ser más vivida sea de hecho más larga. Hoy se podría decir de casi todos nosotros lo que él decía con cierto humor y señalando: Ése no ha vivido mucho, sino que ha estado ahí mucho tiempo. Ahora yo, prudente aunque no sé si lo suficiente, intento poner anchura en la vida, la que puedo, para que, siendo más larga o más corta dada mi edad, sea en cualquier caso más alta y más honda y? más vida.
Es el Beatus ille, pero en serio y sin volver atrás, no como hizo aquel avaro progonista de Horacio, el inversor Alfio, que en cuanto llegaron los Idus volvió corriendo a renovar su inversión en el banco ni limitándonos al recurso final de Fray Luis, a la sombra tendido, sino llevando a la vida un modo de pensar, de trabajar, de vivir y hasta de gozar de los pasos de cada día. Dejo a Alfio y, lo mejor que puedo, me voy con Séneca (¡con sus escritos, no con su vida!) y de la mano de Fray Luis.
¡A por una vida descansada, serena y feliz! Y sin trampas.
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