El llano es verde. Es una de las cosas que más sorprenden cuando uno baja por la larga pendiente que serpentea la enorme sucesión de altas montañas, cruza túneles y esquiva deslizamientos de tierra que ocupan parte de la calzada. Empieza abruptamente y parece que no acaba nunca. Y es verde.
El ganado asoma su giba de vez en cuando, entre los herbazales del Meta. Se queda mirando atento a las tractomulas que vienen de los departamentos orientales por carreteras rectilíneas, como si valorara a ojo el valor del cargamento, el destino del petróleo. Todavía no ha aparecido Violetta, ni siquiera el joven Germont, pero ya tenemos el brindis alegre, brindis vacuno en el océano frondoso, mientras pasamos a velocidad media, para contemplar la inmensidad y participar de la celebración y de la esperanza.
De vez en cuando se rompe el paisaje por ríos caudalosos y pardos que pueblan la Orinoquía. Queda lejos París, pero no tan lejos. El Sena, aún con sus barcazas, no es más que un aprendiz de río. Aquí también se navega, se deslizan las canoas por la superficie densa, como si patinaran sin objetivo, sin más voluntad que la presente. No lejos de la orilla se alza una enorme estructura cubierta de hojas de palma, donde ella sirve platos de bagre con arroz cocido y mojarras fritas.
Siempre libre, fuerte en apariencia, coqueta en sus modos llaneros, se fija en uno, bien parecido, sentado en una mesa a nuestro lado, que la mira sin cesar. Por la vestimenta del muchacho viene, como nosotros, de la ciudad. ¿Para qué? Más vale no saber. Ella se hace la remolona y tarda en ir a pedir la comanda, como para amarrar mejor el trato. Asegurar la pesca, sería más apropiado. No haría falta, porque está rendido de antemano.
Antes de que nos vayamos los dos se retiran a la trastienda, como para una prisa. La capital queda lejos y tanto uno como otro se han encaprichado. De un día a otro habrá cambiado la vida del joven, que ha decidido dejar Bogotá con la más cobarde de las excusas, que ni valdrá para su padre, ni para los colegas de las autodefensas, que le estaban esperando para el relevo.
Continuamos avanzando hacia el oriente por un eterno sendero de tierra, abarrotado de charcos. No hace tanto que acabaron las lluvias, por eso reluce el campo y los morichales enhiestos pueblan el horizonte. El preludio, a todo volumen, no nos deja oír el coro de pájaros que como gitanillos galantean por todos los arbustos de la región.
Allá arriba, en la loma, hay una caseta de madera. El amigo que me lleva por esas lejanías me la indica sin decir nada. Hace rato que me ha contado que de tanto en tanto hay por estas tierras unos peajes improvisados, se supone que para controlar el orden donde no llega apenas la fuerza pública. Casi siempre de malas formas. Esta vez ha habido suerte. No había nadie. Se ve que el sustituto viene demorado.
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