Hoy quiero detenerme sobre algo que parece trivial pero es distinto. Profundo no, sino armonioso. Armonioso en la acepción musical que nos empapa cuando entramos en una sinfonía que nos gusta y, una vez allí, todo parece más brillante, enmarcado por el muelle de acordes que acunan nuestro aliento. El tercer movimiento de la tercera sinfonía de Brahms en fa mayor, por ejemplo. Armonía: esto que sucede en el cuerpo cuando entiende antes de entender: la piel de gallina, las células sonriendo por dentro. Este contacto que es rozar, con tacto, algo más allá, meter los dedos en la fuente del sentido cuando todo encaja, cuando el día se asienta sobre las cosas de la casa con la misma caricia de la luz.
Yo limpio mi cocina y encuentro en ella el orden de los platos apilados sobre la encimera para que el aire los seque cuando han quedado fresquitos. Esta es la cosa, trivial, que ahora medito: yo limpio mi cocina y al mismo tiempo escucho los violines de aquella sinfonía. Y, mientras separo los platos de los cuencos y los cuencos de las ollas, y mientras hago a un lado los cubiertos, algo sucede. Algo pasa si me pongo a la tarea, otro día y otro día y otro día, de rescatar los utensilios de la grasa que ha cumplido su función. Y me siento una heroína cuando acato mi deber de redimirlos, de salvarlos del caos que, mientras estamos distraídos, se posa de puntillas encima de las cosas y después las aplasta. Es tan simple lo que hago, tan simple y tan modesto, que parece alejado de los sucesos que se cuentan. Pero yo digo lo pequeño porque también existe.
Para mí, que limpio mi cocina cada día con la misma diligencia con la que estudio y aprendo y me preocupo, es siempre una tarea muy importante. Se empieza por meter las manos heladas ?manos que regresan al hogar dejando afuera la niebla de noviembre? en el agua calentita y, después, se juega un poco con la espuma del jabón hasta que las burbujas empiezan a volar. Todo en ello es una fiesta, la misma a la que mi sobrina acude tan feliz, diciendo «yo te ayudo, yo te ayudo». Cuando somos niños amamos hacer las cosas de la casa, nos gusta meter los brazos en el agua y declarar que los platos son barcos. Después, por qué, se nos olvida, y arrugamos el ceño, preocupados por el número incontable de problemas, sí, pero todos por fuera del alcance de esta mano que pregunta, seriamente, cómo encontrar el sentido de este día, de qué manera puedo hoy, porque es posible, hacer que algo sea bonito.
Miro a un lado y al otro del lugar en el que estoy, afuera hay frío: miles de personas que caminan desde Nicaragua hasta los Estados Unidos, desmayándose de sed, para poder vivir, vivir por fin, en otro sitio. Su hambre puede más que el rigor de la frontera, ellos caminan, caminan como un río. Miro a un lado y al otro del lugar en el que estoy, afuera hay miedo: doctrinas y partidos que navegan sin brújula, que dicen tú no, tú no, tú tampoco y otras frases peligrosas, que mienten, que se han perdido. Miro a un lado y al otro del lugar en el que estoy, afuera hay rabia y pereza, rencor y disgusto. Pero también hay casas con las luces encendidas y, tal vez, dentro de ellas, unos platos, lozanos, sobre la encimera después de su baño de espuma, unos platos perfumados que sostienen el mundo. Cuando todo parece que colapsa, es posible alzarse y poner en orden la cocina, nuestro mapa de la vida de todos los días, nuestro nido de sagrada cotidianidad.
Hay cosmos y hay caos y en la mitad hay armonía. El tercer movimiento de la tercera sinfonía de Brahms y la esponja con la que me ocupo de lavar mis sartenes, de dejarlas preparadas para volver a poner en ellas los alimentos de mañana. Mi taza favorita para el té del desayuno y en ella la esperanza de lo que vuelve a empezar. Hay caos y hay cosmos y en la mitad esta danza de cuidar nuestro refugio y sus objetos, lo trivial que es hondura, la fuente sencilla de la que lo armonioso nace.
Salamanca, 23 de noviembre de 2018
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