Ahí está de nuevo el león. No puedes verlo pero escuchas sus latidos, hueles su hambre.
Podría ser un dinosaurio pero el dinosaurio es irreal, simpático. No lo temes porque lo cierto es que cuando te despertaste ya no estaba aquí. El león, en cambio, el real y cercano y comprensible. Podría ser un cocodrilo, un tiburón, una serpiente. Podría ser una tarántula, una cucaracha mutante. Pero es un hermoso león, mamífero como tú. Podría ser el tigre de la casa de los Funes, pero tu león es inevitablemente libre, no lo puedes localizar en una habitación, no puedes vigilar su tránsito, no lo ves, nadie lo ve. Tu león es tu amenza, solo tu amenaza. Te da miedo porque una parte de ti desea acariciarlo, encontrar su ternura. El león es silencioso e inteligente y voraz. Como tú. No, más que tú. El león es el rey de la selva y todos lo saben. Incluso tú, que vives al margen de reyes y selvas.
El león te espera siempre. Debajo de la cama, detrás de la puerta. Conoce los ángulos muertos, corre mucho más que tú, mucho más que el mejor corredor de tu especie. Y tiene más hambre que tú y más fuerza y más ganas. Te supera en experiencia, en forma física y en entusiasmo.
Y tú quieres correr pero no puedes, como en esos sueños en los que los pies se enredan en las sábanas y pesa el estatismo y la maldición de no tener alas. No tener alas. Y tú no puedes hacer nada. Y tú no puedes hacer nada y poco a poco ves cómo te vuelves isla perdida de una hojarasca que ya no sabes reconocer. Y tú no puedes hacer nada. Y simplemente contemplas el abismo, ese universo en llamas, ese terremoto que crece dentro de tu pecho y crece y crece y crece y tú no puedes controlarlo, porque ya no puedes controlar nada, porque tú no puedes hacer nada. Por eso lloras.
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