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El precio de los derechos fundamentales
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El precio de los derechos fundamentales

Actualizado 29/10/2018

No hace falta ser jurista para reconocer la centralidad de los derechos fundamentales, como tampoco es preciso ser perito en leyes para reconocer su base común en una insobornable dignidad del hombre. Son proclamaciones que recordamos todos los días en nuestras facultades de Derecho y que se aplican cotidianamente en los palacios de justicia. Es innecesario remontarnos a los filósofos ilustrados para resaltar la pátina de universalismo que acompaña a esos elementos clave de nuestra vida en sociedades organizadas.

Y, sin embargo, estas afirmaciones tan poco discutibles en nuestra reflexión jurídica distan mucho de ser reconocidas en todas partes. Para empezar, en el día a día de nuestros tribunales no es tan simple compatibilizar la vigencia simultánea de todos los derechos básicos: con la misma frecuencia en que se reconocen y aplican unos, se limitan y se restringen válidamente otros. Es un problema central en Derecho Constitucional, que se prolonga en todos aquellos ámbitos en que estos derechos tienen un destacado protagonismo, como suele ocurrir por ejemplo en el proceso penal.

Para continuar, una visión global del mundo nos lleva a constatar algunos problemas importantes. ¿De verdad tales derechos son universales? ¿O hay comunidades que no reconocen todos ellos como cimiento de su sistema político jurídico? Pensemos en uno tan evidente como el derecho a la vida, e inmediatamente pensemos en su concreción, lo cual nos llevará a problemas de límites tan debatidos como la pena de muerte, la eutanasia o el aborto.

Compliquemos algo más el panorama: ¿Para las comunidades indígenas rige del mismo modo el derecho a la integridad física que para mí? La propia Corte Constitucional colombiana ha reconocido que en la cosmovisión indígena es más grave el extrañamiento de la propia comunidad que aplicar las penas del cepo, de los azotes o los baños coercitivos en agua fría, que en nuestra convicción no pasaría el filtro del respeto del derecho fundamental a la integridad física. Y qué decir de los países o áreas geográficas más o menos organizadas en que se aplica el "código penal" de la Sharía, con su concepción radicalmente antimoderna del hombre, fundada en elementos religiosos altomedievales -y dogmas sagrados para sus partidarios- y que lleva a cortar la mano a un ladrón, a lapidar a adúlteros y a ahorcar a homosexuales.

Estas consideraciones nos llevan, desde nuestra perspectiva universalista, a tener que reconocer un importante fracaso: los derechos fundamentales entendidos como avance de la civilización y como reconocimiento de la igualdad intrínseca en el respeto de los seres humanos, cualquiera sea la base filosófica en que la apoyemos, no son más que una bella utopía, por lo menos en parte del globo terráqueo.

Incumplimientos puede haber en cualquier lado, y los hay, pero se supone que existen mecanismos de protección para su corrección dentro del propio sistema, a menudo con la ayuda de órganos supranacionales. Pero esto no es exactamente así en todas partes. Nos consta que hay sistemas políticos institucionalmente infractores de lo que consideramos esencial en nuestro contexto -y con esa característica tendencia a la universalidad-, países que además se dedican a fomentar la extensión de sus doctrinas premodernas mucho más allá de sus fronteras, con el beneplácito de los gobernantes que reciben los dineros frescos de las correspondientes satrapías. No en vano, como recordaba hace unos años Rafael Sánchez Ferlosio, el emperador Vespasiano había afirmado cínicamente que "pecunia non olet" -el dinero no huele- en relación con los grandes beneficios obtenidos por las tasas impuestas en las letrinas de Roma.

A ello se añade una incómoda coartada: en esas letrinas hay obreros cuyas familias dependen de su trabajo. Por eso el argumento continúa: "sigamos recibiendo dineros inodoros de operaciones comerciales aparentemente inocuas, dada la inteligencia de lo que vendemos -bombas-". La alternativa para los propios trabajadores -dicen- es el desempleo. Nada nuevo, en realidad, pues suele ocurrir con los derechos difusos y colectivos que tienen un inevitable componente conflictual. Ante lo cual se impone una toma de consideración moral, antes que jurídica: ¿Mantenemos una fábrica altamente contaminante porque cerrarla supone enviar al paro a cientos de empleados? ¿Seguimos vendiendo armas a dictaduras salvajes que rebosan en petrodólares pues de lo contrario van a quebrar nuestras flamantes fábricas bendecidas por Santa Bárbara?

En mi opinión no es necesaria una inmediata respuesta absoluta; y me apresuro a matizar mi afirmación: La respuesta es inequívocamente negativa -por tanto, absoluta a priori-, en la medida que demos un verdadero valor a lo que proclamamos como núcleo central de nuestro Estado de Derecho. Lo digo de otra manera: no se puede vender armas a satrapías ni a dictaduras criminales, no se puede recibir con mesa y mantel a sus dirigentes manchados de sangre, salvo que queramos contradecir nuestros más esenciales postulados. Pero lo que es urgente cambiar son las consecuencias colaterales de esa decisión: transfórmese la industria armamentística, dense nuevas oportunidades a esos trabajadores cuya conciencia no debería estar muy tranquila. No es la primera vez, ni la segunda que asistimos a reconversiones industriales. Si el respeto de los derechos fundamentales tiene un precio, habrá que pagar por él. Yo estoy dispuesto a hacerlo.

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