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Cuando va mal es también un buen momento
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Cuando va mal es también un buen momento

Actualizado 26/10/2018
Catalina García García-Herreros

Cuando va mal es también un buen momento | Imagen 1

Me mira desde su lugar en el rincón de mi casa y, a veces, cuando llego con el paraguas del revés y el entusiasmo haciendo aguas, tengo la sensación de que me habla. Se llama Pascuala y es una tortuga de peluche, sí, a mis años, pero ya no siento la vergüenza de otras veces cuando hice todo lo posible por ser invulnerable, por vestirme la coraza del aquí no pasa nada . Pascuala, decía, llegó a mi vida como un recordatorio de lo bien que se siente tener a alguien que te escuche, aunque sea de mentiras, algo que soporte las verdades que le quieras contar como en los viejos tiempos de tu osito cuando tú también eras pequeño y llorabas acurrucado entre sus brazos. Pascuala sabe tratarme con cariño cuando incluso a mí misma se me olvida, cuando enciendo el motor de la urgencia de lo adulto y dejo de saborear las cosas dulces y no paro. Pero ese es el deber de los muñecos de peluche: recordarnos que somos blandos, como ellos, aunque pensemos lo contrario.

Mi tortuga es importante en esta historia porque, a veces, la prisa me colapsa las ideas y ya no tengo lugar para pensar, ese lugar que es un tiempo y un espacio. Voy corriendo y se me pierde la llave de lo quieto y ya no sé cómo escribir esta columna, me atasco. Pienso, al trote, que puedo escribir sobre el día de la biblioteca y lo apunto, o sobre el día del lacito rosado y lo apunto, o sobre la niebla y lo apunto, o sobre lo muchísimo que todos nos quejamos y lo apunto. Y me quedo mirando la agenda, sus notas, oteando el minutero, sin saber por dónde o cómo empezar. Entonces aparece mi tortuga y me dice, con mi propia voz ella me dice, mira como llueve el dorado de las hojas, así, tan delicado, y yo miro y entiendo, no sé qué cosa exacta, pero sé que entiendo algo.

Las hojas caen sin ruido, se posan, se derraman. Así extendidas, abiertas a las horas, casi me hacen olvidar el comentario de aquella señora que se quejaba del calor en este octubre, las voces que daba un señor en la avenida diciendo gilipollas, la chica hablando a gritos por el móvil con su madre, rugiendo, a gritos, a su madre, que a ella no le venga con historias, la rabia de un adolescente y su rapeo a toda hostia en ese coche tuneado. A veces, las calles son hostiles, las escaleras son hostiles (oyes a alguien diciéndole a otro que se va a enterar), los vientos resultan hostiles cuando te rasgan, a mordiscos de aire, la ropa y percibes, más que nunca, los colmillos del mundo en las noticias, en las páginas de todos los diarios. ¿Qué hacer con esta niebla que se agolpa en el pecho? Se puede abrazar a la tortuga. Se puede tener la certeza de que su suavidad te arropa y te comprende. Se puede mirarla sin vergüenza como si yo no fuera una mujer sino una niña que todavía tiene miedo.

Hace ya muchos años estuvo de moda una película que me produjo pesadillas. Su tema era el posible choque de un asteroide contra nuestra bola la Tierra y los esfuerzos de un grupo de personas decididas a evitarlo. Los cálculos causaban terror. El impacto sacaría a nuestro globo de su eje y provocaría el colapso, la pérdida total, de nuestra especie, sobrevivirían solo algunas plantas pequeñitas, sucedería como con los dinosaurios. Tuve, entonces, aquellas pesadillas, pensé cómo es posible que estemos tan expuestos, la trayectoria equivocada de una piedra y así. Pero también otra cosa sucedía, pues cada vez que pensaba en aquel monstruo el meteorito yo podía mirar con otros ojos.

Sucedía, entonces, el milagro de ver todo renacido en su belleza: esta mota de polvo, esta polilla, esta taza de café. Todo podía dejar de existir en un instante por causa de aquel asteroide y, por tanto, yo disponía de poco tiempo para ver lo profundo de las cosas, de los seres, su color y su textura, su latido, tenía poco tiempo para amarlo. Mira qué linda esta uña que me crece torcida, mira qué bien esa voz de quien habla, mira el portento de la luz encendida a medianoche, mira las calles y sus coches, mira el orden salvavidas del semáforo. Mira el asombro de la cuenta de los días en tu calendario. Mira con atención por un instante, mira que todo funciona bien, también cuando parece que no está funcionando. Cuando hay personas que gritan, están vivos y respiran, mira, qué bien, ellos existen, somos especie y se te parecen tanto.

Mira, por ejemplo, la pantalla en la que lees estas líneas, el prodigio de un teclado, de internet, de los satélites, de las matemáticas, del triángulo y de todos los lenguajes, incluido el binario. Mira las letras que entiendes porque sabes leer y porque puedes, mira tus ojos mirando, no dejes de ver, por favor, antes de que caiga, ojalá nunca, el asteroide, no dejes de ver el milagro.

Esas hojas de oro que en silencio se posan. Y mi tortuga de tela que alguien ha rellenado de espuma para que su blandura hable y me recuerde que también cuando va mal puede ser un buen momento, porque somos, todavía, aquí. Y también porque sí, porque tan solo y porque estamos.

Salamanca, 26 de octubre de 2018

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