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La biblioteca vacía
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La biblioteca vacía

Actualizado 26/09/2018
Carlos Aganzo

Una de las visitas que tiene el éxito asegurado entre quienes vienen a Salamanca a participar en seminarios y congresos o a dar clase o a investigar es la de la biblioteca histórica. La entrada en el recinto traspasando la actual puerta de cristal introduce a los visitantes en un mundo mágico en el que pareciera que el tiempo se ha detenido y donde el descanso de los libros en los estantes de madera primorosamente labrados invita a la sosegada consulta. La exposición detallada por parte del bibliotecario de tomos de diferentes épocas y temáticas hace exclamar comentarios de sorpresa cuando no de júbilo a los colegas ensimismados; y ya no se diga del efecto logrado cuando se entra en el sancta sanctorum, refugio de los incunables, cuya visión desencadena mayor gozo aún. Un lugar de ensueño.

Pero las bibliotecas no son solo espacios públicos donde se reúnen libros y documentos y se ofrece una posibilidad para la lectura silenciosa y el pensamiento que puede dar paso a la escritura, son también modestas librerías insertas en muchos hogares. Anaqueles donde se atesora el pequeño botín de libros heredados de los mayores, las magras y primeras compras de la juventud, los regalos iniciáticos recibidos de los amigos de entonces, de los amores nacientes. Baldas improvisadas que se fueron allegando construyendo figuras caprichosas tapizando las paredes; estanterías precarias que, sin embargo, aguantan el peso de los volúmenes con apenas un leve arqueo que el paso del tiempo ha moldeado. Criterios confusos en la colocación contribuyen al pequeño caos que hace difícil encontrar el libro preciso en el momento que se requiere.

Las bibliotecas personales pueden llegar a enmarcar toda una vida, de manera que alguien de existencia itinerante me respondió una vez, a la pregunta que le formulé a propósito de donde vivía, que su domicilio se encontraba donde estaba su biblioteca. En ocasiones, cuando me invitan a alguna casa particular, mis anfitriones me enseñan con orgullo sus bibliotecas, pero también me sucede que voy a viviendas donde la ausencia de libros es la nota dominante. Entre medias están aquellos que, de forma evidente, y casi diría insultante, muestran en el salón una estilizada selección de libros cuya presencia es puramente decorativa.

Mi amiga se acaba de separar por segunda vez después de una relación de siete años, como la anterior. El lapso justo para reinventar la vida nos decimos. Ella me cuenta con entereza sus avatares a lo largo de una tarde que languidece sin apremio; su locuacidad pasa de relatarme pasajes tristes a historias entretenidas de su vida. Su voz es firme, sus ojos brillan. Es una profesional competente, moderadamente ambiciosa, inteligente. Cuando estamos a punto de despedirnos, en el momento en que la plática ya ha agotado todo lo que parecía que había que hablar, su gesto se tuerce, su mirada se hace vidriosa, su voz se quiebra. ¿Sabes?, me dice, tras mi separación solo lloré al darme cuenta de que mi biblioteca había quedado semivacía.

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