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Eterno retorno
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Eterno retorno

Actualizado 24/09/2018

Depositario de mil rumores, uno llega por primera vez a Salamanca con muchos tópicos y con alguna duda. Los primeros son los que todos conocemos: una ciudad a escala humana por la que podemos caminar con tranquilidad, una universidad inmersa en el casco urbano -por mucho que en algún momento tratara de apartarse de él-, una formación acreditada por los siglos, una sucesión de lugares de ocio con diversión garantizada, ? Y por la duda hemos pasado todos, siempre por estas fechas de septiembre, como siempre que uno se enfrente a un cambio en su devenir vital: ¿será verdad lo que me han contado de este lugar impar?

Ni los tópicos se corresponden siempre del todo a la verdad, ni la duda está justificada en todo caso. Es cierto que viniendo de lejos esta ciudad bella en la que nos toca vivir tiene empatía: es un punto de encuentro de estudiantes con preocupaciones similares, con expectativas parecidas y con inseguridades seculares. Esta tierra en la que impera el frío helado o el calor asfixiante, en la que ni por descuido se aproxima la primavera, no parecería el lugar más propicio. Ni siquiera por la gente: el clima afecta más de lo que los nativos tienen asumido y no todos los salmantinos son gente simpática -para qué nos vamos a ir engañando a estas alturas-. Es más, a veces algunos tienen el desgraciado defecto de creerse en el ombligo del mundo y en la más perfecta de las ciudades, sin asomo de autocrítica.

No soy yo el que va a relativizar estas poderosas convicciones, ni a relativizar grados, ni noblezas. Pero sí a recordar que lo mejor de Salamanca es ser un lugar de encuentro. Qué limitada sería Salamanca sólo con salmantinos. Me atrevería a afirmar incluso algo más rotundo: Salamanca es lo que es por la pluralidad de gente, por la inverosimilitud de procedencias, por el intercambio de perspectivas. Todo eso que tantas veces las llamadas "buenas familias" de la ciudad han mirado desde demasiado de lejos y sin pretensión de contaminarse por lo que viniera de fuera.

Sí, Salamanca es ciudad de paradojas. No ha sido siempre cierto que la ciudad haya reconocido en su núcleo central a la Universidad. Ha habido tiempos en que se han relacionado casi como el agua y el aceite: sin mezclarse mucho, ni muy intensamente. Bienvenida sea la permeabilidad que se celebró hace pocos días en plena Plaza Mayor, donde se representó vivamente el espacio común de reunión que es Salamanca, implicando a la vez a la ciudad y a la Universidad, con sus evidentes reminiscencias vaticanas: Urbi et Orbi, y si nos empeñamos, hasta católicas en su más recto sentido etimológico, pues decir Universidad de Salamanca significa vocación de universalidad y globalización de la enseñanza y del conocimiento.

Como uno ha dicho ya otras veces, esta ciudad y esta universidad nuestra tienen un defecto grave, complejo e incorregible. Como sucede continuamente, Salamanca recibe la visita de la gente más diversa, dispuesta a aprender y a enseñar, que suele ser casi lo mismo. Personas que vienen y se extasían por las virtudes de un entorno pequeño y acogedor, pero que a los escasos días se van, regresan a sus territorios cotidianos y nos dejan sólo con dos esperanzas frugales, pero de inevitable satisfacción: la primera es que siguen llegando nuevos visitantes, nuevos profesores, nuevos estudiantes, y la segunda se refiere a algo aún más meritorio, pues a poco cuidadosos que hayamos sido, el que se ha ido se habrá llevado aquél regusto subyugante que le hace pensar de inmediato en que ojalá no falte mucho tiempo para poder volver.

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