Curiosa la forma que tiene el conservadurismo de este país de tratar la Historia, intentando ocultar, tergiversar o dulcificar (o directamente falsificar) la información sobre los períodos más sangrientos o negativos para el orgullo patrio (franquismo, Inquisición, xenofobias y expulsiones, diásporas, crímenes de "la Conquista"...), al tiempo que hace ondear las banderas de la vanidad contra la llamada "Leyenda Negra" y reivindica con altivez himnos, banderas, conquistas, colonizaciones, paseíllos, desfiles y griterío rojigualda, en una operación partidista de esencialismo basada en solo la pertenencia a un ente, España, que haría que "ser español", según ellos, o en la línea del ínclito Primo de Rivera, fuese "una de las pocas cosas serias que se pueden ser".
Este cronista ya ha dejado escrita en esta misma dirección su opinión sobre ese españolismo cañí de visceralidad idiota y mentira más bien enorme, pero los (bochornosos) últimos autos de fe de reivindicación de la bandera realizados por algún partido político, a uno le provocan la poca indignación que ya le va quedando (además, uno vive en Salamanca, así que aquí día sí día no, alguna jura, homenaje, tributo o paseo de la bandera no falta, y en un lugar como este en que el dueño de una estelada catalana puesta en un balcón ha sido hace días poco menos que linchado, uno como que acumula indigestión). Viendo, además, la "recuperación" interesada del conocido libro superventas (la imperiofobia ésa) contra la leyenda negra (recomendado con la boca pequeña por nuestro premio Nobel peruano) y la circunstancia de aprovechar el creciente nacionalismo catalán para abonar, acrecentar y agudizar el nacionalismo español más bobo (del tipo numantino-centralista), en una suerte de nueva reconquista de las más abstrusas esencias de "lo español", llama a poner los pies en la tierra y a reflexionar sobre los motivos por los que partidos políticos de una medianía escalofriante y una asombrosa falta de sustancia, y sin una sola propuesta de verdadera política ni en su comportamiento ni en sus programas, toman como bandera (valga la redundante redundancia), la bandera.
Publicaciones existen, y de gran calidad, que estudian en sus justos términos, analizan documentada y profesionalmente, investigan con probidad y clarifican científicamente las circunstancias históricas en las que se desarrolló la mal llamada leyenda negra y a qué documentados condicionantes obedecieron ciertos vetos o enfrentamientos que tuvieron a España (o al imperio español y lo que significó) como adversario, y de qué forma, y por qué circunstancias o intereses, algunos de esos enfrentamientos, la llamada imperiofobia, fueron aprovechados, utilizados o rentabilizados por potencias o intereses extranjeros o, incluso, por quienes, intramuros, quisieron, quieren y se interesan por ciertas debilidades internas en pro de réditos de todo tipo. Pero, como en toda realidad histórica, como ha de reflejar cualquier estudio riguroso del pasado, existe otra cara de la moneda, y esos mismos competentes estudios también remarcan las circunstancias, hechos, comportamientos y realidades que hicieron que en la Historia el papel de España (o del imperio español) en muchas circunstancias quedase, con razón, teñido para siempre de innegables indignidades y miserias de la imperiofilia como la imposición, el abuso de poder, el fanatismo religioso y los comportamientos generales relacionados con el robo, la esclavización, el genocidio, la inhumanidad, la desnaturalización de culturas o la pura sevicia contra pueblos, naciones o religiones.
La dignidad, como la confianza, no se pide; se gana. Panfletos como el libro recomendado por Vargas Llosa sobre la presunta hispanofobia (o imperiofobia), de un nivel más bien menor y en muchos de sus pasajes trufado de rumores, datos no comprobados, suposiciones, comparaciones inútiles, acusaciones al otro o inflamadas arengas y juicios de valor porque sí, pueden henchir de altiva arrogancia los pechos de los aguerridos abanderados, pero no contribuyen a clarificar ni a eliminar, y mucho menos apoyado por ridículas celebraciones de la bandera, datos posiblemente erróneos de la Historia que nos perjudican, al no ir acompañados de un estudio riguroso que ponga de manifiesto también las circunstancias de lo contrario. Autores hay, y de gran valía, que lo han hecho, pero su difusión, como sucede en este país con cuanto huye de lo trivial, lo vulgar y lo facilón, no puede alcanzar la popularidad de groseros panfletos de pedestre y azucarado contenido para devotos de los estandartes.
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