Y así, a hombros, salió Mingo de La Glorieta, acortando la distancia a esos veinte años de aquella primera Puerta Grande
Dice la canción que veinte años no son nada. Pero pueden ser todo. Toda una vida, una historia, una dedicación, una vocación, un puñado de sueños.
Veinte años no son nada, pero son la memoria de cientos, de miles de tardes en el campo, de miles de sueños de un niño que corría por las calles de Ledesma y que soñaba el toreo porque lo llevaba en vena como una droga que no mata, pero sí mata, y que engancha para siempre.
Hace veinte años un joven Domingo López Chaves salía por la puerta grande de La Glorieta en el día de su alternativa. Y no son nada, o son todo, pero hoy, veinte años después, el salmantino ha tocado este cielo de septiembre. Entre medias, una vida, miles de kilómetros, centenares de plazas, las tardes de gloria, las de silencio, la soledad del campo, el amor, la familia, la vida. Una vida, veinte años, que no son nada o son todo. Una vida.
Veinte años entre la puerta de un joven con una carrera entera por delante y la de un torero forjado con los hierros más duros sin volver nunca la cara que hoy ha salido a La Glorieta con la misma ilusión de aquel novillero que recibía los trastos de manos de Joselito, el rey de mis años de juventud, con Ponce como testigo, y con el poso, el oficio, la veteranía que dan veinte años de camino. Una vida.
Y hoy, veinte años después, caían los mismos cerrojos con dos toros de El Puerto que no eran de triunfo rotundo, pero una y una son dos, y puso Mingo la raza y la emoción que le faltó a su lote en conjunto para ganarse una puerta grande en plena madurez. Noble su primero, pero con medio pase, le permitió una faena que le valió media Puerta del Toro. Así, Domingo I de Ledesma, muy inteligente, se lo llevó a los medios aprovechando la inercia del toro, con la muleta muy puesta, ligando por la derecha para lograr una primera serie al natural de muy buena factura y después robárselos de uno en uno porque el del Puerto andaba orientado, y un tanto incierto y cambiante el segundo, sobrero, a quien citó en los medios con estatuarios en los inicios para tragarle por la derecha a media altura, donde protestaba, pero que perdía las manos si le bajaba la muleta. Pero había que ir a por la otra hoja de la puerta grande, por lo que el ledesmino optó por tirar de raza con un animal que se sintió vencido cuando le bajó la mano y remató con una estocada de efecto fulminante.
La segunda oreja le abría veinte años después la puerta del cielo de Salamanca. Y así, a hombros, salió Mingo de La Glorieta, acortando la distancia a esos veinte años de aquella primera Puerta Grande, esos veinte años que dice la canción que no son nada pero son todo. Una vida.