Es fácil imaginar que nuestra vida puede ser leída y sentida, que puede ser muy real o que la realidad sea lo que refleja nuestro escrito. A veces, es fácil imaginar que nuestra ciudad real coincide con la imaginada o que la ciudad imaginada se hace real en un trazo de papel, en una, o muchas, miradas. Sólo entonces cuando nos sintamos frente a una hoja de papel antes que la tinta la convierta en parte de un escrito, donde cada frase busque afanosamente no la descripción sino la composición, estaremos estableciendo las claves de nuestros sentimientos, claves en las que lo real y lo poético se oponen para complementarse.
Jorge Luis Borges pensaba que cada palabra es un acto poético
"Las palabras de los poetas no son sólo significado o estructura lingüística, también son una acertada combinación de los elementos lingüísticos para dar belleza a la realidad, poniendo un punto de imaginación".
Los versos no son sólo ensimismamiento, son también un diálogo en el que se ven inmersos escritor y lector.
Sin que la realidad absorba por completo sus versos, el autor conquista la alquimia literaria al transmutar en composiciones poéticas los actos más cotidianos, casi comunes al acercarse al quehacer de personas, cosas y hasta de su imaginación. Sin embargo, cuando el poeta concibe el verso no sólo nos encontramos ante lo poético, sino también con la propia realidad del poeta, en el refugio de las páginas entintadas de un libro que sólo el que lo lee puede concederle el título de poesía. Esta apreciación me lleva al Borges cuando expresó: "La poesía es el encuentro del lector con el libro, el descubrimiento del libro".
El escritor describirá ciudades ideales, encuentros soñados, realidades y deseos y lo presentará como memoria o sueño, como realidad o deseo, el lector también vivirá en el sentimiento del poeta y, en muchos casos, lo hará suyo.
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