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Antonio se hizo grande en La Glorieta
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el apunte de ana pedrero

Antonio se hizo grande en La Glorieta

Actualizado 12/09/2018
Redacción

Cuando se anuncia una novillada, cuando tres jóvenes hacen el paseíllo, no puedo dejar de preguntarme qué veneno tiene el toreo

Cuando se anuncia una novillada, cuando tres jóvenes hacen el paseíllo, no puedo dejar de preguntarme qué veneno tiene el toreo, qué veneno corre por sus venas para renunciar a ser eso, tres jóvenes del siglo XXI, tres hijos de la tecnología, lo digital, lo fácil, lo cómodo, para soñar con ser toreros, para apostar su vida en un empeño que la mayoría de jóvenes ven anacrónico, incomprensible.

Hoy tres jóvenes pisaban La Glorieta. Tres jóvenes, tres suertes en una novillada en la que a José Cruz le salió cruz, porque también pasan estas cosas, amigo Rafa, con novillos desiguales de presentación y muy flojos en general y con un quinto que hizo bueno aquello de que no hay quinto malo.

Un quinto que le tocó en suerte a Antonio Grande, un joven tímido que cuando pisa La Glorieta se crece como si le hubiesen metido un veneno en vena; como si no fuese la tercera vez que se ponía el traje de luces en una larga temporada soñando el toreo con una cornada que no fue vista en un quirófano. Una cornada que duele menos que una temporada que va pasando sin que el teléfono suene, sin que las puertas se abran.

Antonio Grande venía con ese veneno en vena, la ambición del novillero, la rebeldía del tímido, el querer ser, el escribir a mordiscos, con el cuerpo, con el alma, a veces con letra apresurada, otras con la hermosa letra del aplomo y la cadencia, su nombre sobre la arena, en los tendidos, en la memoria de su pueblo, de su gente. Y así lo hizo, lanceando con regusto con el capote desde las verónicas de recibo hasta las chicuelinas al paso con el colorado quinto, un novillo de gran clase al que dejó inédito en el caballo. Y se creció el joven tímido que se hizo más grande en el epílogo de la faena con la mano diestra baja y la izquierda dibujando hermosos naturales. Y entró la espada entera como una llave que se acopla a una cerradura. La cerradura de la puerta grande, ya entreabierta por la oreja paseada en el primero, muy justo de fuerzas, con el que cuajó series por la derecha, primero a media altura, luego mandonas y de mano baja, para darle tiempo y distancia y firmar buenos naturales.

Tres jóvenes, tres suertes, como la suerte de ser testigos del toreo que atesora Diego San Román, que quiere ser, que es, a fuego lento, con las zapatillas clavadas, valiente, sin fisuras, cuajado, templado, mandón, solvente. La suerte de ser testigos de sus lances de regusto y sus gaoneras con el que cerraba plaza, de su exposición, de su entrega, que le costó un feo volteretón para regresar también crecido ante un novillo, el sexto, sobrero, que era un toraco que escarbaba, abanto y con medio pase que se quedaba debajo de la muleta. Con el tercero, que salió con codicia, alegre, pero se rajó estrepitosamente sintiéndose vencido, ya había mostrado su tarjeta de presentación, la de un novillero que apetece ver, la de un joven reivindica su derecho a ser torero en este siglo XXI que demoniza a los toreros.

Tres jóvenes, tres suertes. Como la mala suerte de David Salvador, la mala suerte de abrir plaza con un novillo con mucha presencia, noble y con tanta clase como falta de fuerzas, con el que cualquier intento de lucimiento era imposible. La mala suerte de ser todo ganas, todo disposición, de dejar al terciado cuarto crudo en el caballo para poder mostrar su buen concepto en las dos series iniciales y después apagarse enseguida para robarle pases tragándole mucho y siempre a favor del animal. En un gesto de arrojo, en un intento de encender a los tendidos, entró a matar sin muleta, a cuerpo descubierto. Puro veneno, puta mala suerte.

Qué tendrá ese veneno.

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