El Papa Francisco, en su reciente Carta al Pueblo de Dios, ha identificado al clericalismo como una de las causas de los abusos sexuales, de poder y de conciencia cometidos por un notable número de clérigos y de personas consagradas. El clericalismo, dice el Papa Francisco, es "una actitud que no solo anula la personalidad de los cristianos, sino que tiene una tendencia a disminuir y desvalorizar la gracia bautismal que el Espíritu Santo puso en el corazón de nuestra gente. El clericalismo, favorecido sea por los propios sacerdotes como por los laicos, genera una escisión en el cuerpo eclesial que beneficia y ayuda a perpetuar muchos de los males que hoy denunciamos. Decir no al abuso, es decir enérgicamente no a cualquier forma de clericalismo".
Por mi parte, de modo similar a como intento practicar el patriotismo constitucional, rechazando el nacionalismo como una perversión de la democracia, así sé que soy clérigo, pero intento y siempre he intentado no ser clerical. Pero debo seguir haciendo examen de conciencia no sea que, aun sin quererlo, algo del clericalismo se me haya pegado, que no se puede decir "de esta agua no beberé, ni este cura no es mi padre". Dicho en cristiano: es necesaria la conversión, el ayuno y la oración.
El clericalismo tiene raíces profundas en nuestra historia, sobre todo en el Siglo XVII en que, al parecer, una tercera parte de la población estaba relacionada y dependía de los clérigos y monasterios, directa o indirectamente. El liberalismo intentó erradicarlo mediante las desamortizaciones, con resultados negativos para el Patrimonio espiritual, cultural y económico; la izquierda revolucionaria procuró hacerlo desaparecer físicamente, aplicando el refrán de que "muerto el perro, se acabó la rabia", consiguiendo el efecto colateral de elevar a los altares a más de siete mil clérigos, hermanos legos y monjas y un número importante de laicos cristianos, mártires por el solo hecho de serlo, digo, cristianos, católicos, vaya. Una baza importante contra el clericalismo la jugó, y sigue jugándola, con éxito variable, la propia Iglesia desde dentro, apoyándose en la Teología emanada del Concilio Vaticano II, que recuerda e insiste en que todos los bautizados somos Pueblo de Dios y que todos tenemos una misión compartida, laicos, religiosos, presbíteros y obispos y personas consagradas.
Síntomas del clericalismo uno ha experimentado de diversas y contradictorias formas desde que tiene uso de razón; algunas de ellas hasta divertidas, aunque la sonrisa se helaba pronto en la boca, antes de nacer, al percibir todas sus implicaciones. Y así, uno ha conocido pueblos nacionalcatólicos en los que el alcalde consultaba con el cura hasta la potencia que debían tener las lámparas del alumbrado público; en otros era el cura el que se presentaba a las elecciones como concejal por un partido de izquierdas, con ánimo de enmendarles la plana a los anteriores; y épocas recientes hubo en que todo partido político que se preciara, en todo el espectro del arco iris político, tenía sus teólogos de cabecera y, lo que es más importante, sus capellanes. Cierto es que el sentido común acabó imponiéndose, salvo excepciones recalcitrantes, cuando los obispos españoles, en plena Transición, declararon que ningún partido agotaba las propuestas del Evangelio y que la Iglesia no apostaba positivamente por ninguno de ellos en concreto. Excepciones clericales fueron y son, por ejemplo, aquello de "obispos rojos a Moscú", "Tarancón al paredón", o "la Iglesia que más ilumina es la que arde".
El anticlericalismo es una forma de clericalismo, es meta clericalismo de la negación. Una de sus formas más refinadas ha sido y es la exclusión de la Teología de los programas de la Universidad pública, exclusión refrendada por el mismísimo Franco, como buen clerical que era, pues ya se sabe que "los extremeños se tocan". Siguiendo esa misma lógica podría afirmarse: "dígame quién quiere excluir la Religión de las aulas de Primaria, Secundaria y Bachillerato y le diré quién es anticlerical, o sea, clerical en la negación".
Pero estoy yéndome por las ramas ajenas. Intentaré volver a las propias: la Iglesia española acertó al no señalar un partido político como "el partido cristiano", pero falló en muchos casos en la formación y el acompañamiento espiritual de los cristianos comprometidos en los diferentes partidos políticos democráticos, a los que dejó solos en el proceloso avispero de la política profesional. Excepciones hubo y hay, claro que sí, pero son eso, excepciones. Es posible que la Iglesia fallara también en el acompañamiento de cientos de miles de militantes cristianos que, durante el franquismo, en la Transición y en la Democracia, han vivido su pertenencia a la Iglesia de modo sobre todo individual, aislado, no asociado, o en un asociacionismo no del todo reconocido y hasta rechazado por la jerarquía. Historiadores tienen la Santa Madre Iglesia y las Universidades que nos sabrán responder en su momento.
Capítulo aparte merecerían los Seminarios que, antes de la crisis vocacional consecuencia de la secularización, cuando tenían una masa crítica adecuada de estudiantes, con todos los defectos que compartían con el resto de la sociedad, proporcionaron una exigente formación que fue capaz de lograr líderes entregados, competentes y entrenados, párrocos todoterreno, capaces de hacerlo todo y con 24 horas diarias de dedicación, pero que, salvo excepciones loables, no han generado un estilo y una dinámica comunitaria ni un equipo de laicos y religiosos capaces de responsabilizarse de la comunidad si ellos, por una razón u otra, entre ellas la de morirse o jubilarse, llegaban a faltar algún día. No es que los laicos no estuvieran comprometidos con la vida y misión de la Iglesia, pero su tarea se concebía como puro voluntariado que, a la larga, corría el riesgo de vivir el compromiso bautismal como algo secundario. En muchos casos se exigía del laico un compromiso célibe, cuando lo que se necesitaba era una remuneración a coste de mercado que le permitiera formar y sostener una familia, que es la base de la Sociedad y de la Iglesia, y ella misma se define como Iglesia doméstica.
He tenido la suerte de experimentar, en el seno de alguna Asociación Pública de Fieles, que los laicos (ellas también y muchas veces en primer lugar) son perfectamente capaces de responsabilizarse y de asumir tareas de pensamiento, dirección y gestión en la Iglesia, lo que tiene como efecto buscado que el presbítero pueda desarrollar su misión con mucha más claridad y libertad. Sin clericalismo.
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