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Espacio público
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Espacio público

Actualizado 03/09/2018
Lorenzo M. Bujosa Vadell

La noción de lo público es una de las más anfibológicas que existen en el ámbito del Derecho, o dicho para que se entienda: cuando hablamos de algo público lo podemos hacer con una pluralidad de significados, que además son dependientes de las variables de espacio y de tiempo, es decir, cambian según lugares y momentos históricos, como es fácil de percibir.

Pero dejemos las consideraciones filosóficas para otro día, para referirnos a algo mucho más concreto: cuando aquí hablamos de "espacio público" se quiere hacer alusión a uno sólo de los sentidos con los que mencionamos la publicidad, aunque esté relacionado con muchas otras de sus vertientes. La razón es muy obvia: la mera actualidad, y en particular las discusiones y enfrentamientos en torno al color amarillo, que ya avanzo rozan lo ridículo, si no entraran con frecuencia en lo dramático.

La gente del teatro, tan dada a una tradición de supersticiones, sabe que el amarillo trae mala suerte. Y no es casualidad la razón, o tal vez sí en últimas, porque de ese color iba vestido el gran Molière en su última representación en vida, en concreto de su conocida obra El enfermo imaginario. Fue casualidad probablemente que ese día fuera vestido de ese color, pero no lo es que se le tomara manía al amarillo porque el comediógrafo y actor francés falleció a los escasos días. No es de aquí, sin embargo, de donde viene el debate, aunque para quien crea en los malos designios lo mismo todo esto tiene algo que ver.

Coincidió que el inicio de la primera guerra del Golfo pilló a un servidor en los Estados Unidos, investigando para la elaboración de mi Tesis Doctoral. Muchos de los compañeros de las inmensas residencias universitarias habían sido llamados a filas y se encontraban a miles de kilómetros a punto de entrar en guerra: justamente lo que se quería simbolizar en los troncos de todos los árboles era el recuerdo y el apoyo a todos esos estudiantes, que simultaneaban sus estudios con la milicia -algo que allí no era nada extraño-. Adivinen qué ponían en los árboles. Sí: lazos amarillos.

No sé si por vía directa o por las vueltas de la vida un sector de la sociedad -que por hoy dejaremos sin delimitar de modo estricto- quiso poner de manifiesto su desacuerdo con ciertas decisiones públicas a través de una manifestación también pública: colgarse lazos amarillos, sobre todo en las solapas -mayormente privadas- y en numerosos espacios públicos, como expresión de una opinión y, en principio -no se olvide-: como expresión pacífica de un desacuerdo. A veces, curiosamente, parece que lo que no gusta es que las cosas sean pacíficas.

Obvio por falta de espacio los matices que requeriría la reflexión de si en un campo de fútbol o en un Parlamento -ejemplos indudables de espacios públicos- alguien puede manifestar libremente esa opinión, porque aquí entraríamos en otras disquisiciones, que dichas en abstracto tal vez apunten a razonamientos algo extraños: si llevar una camiseta amarilla incita o no a la violencia o si un representante político por muy presidente de una asamblea autonómica puede o no manifestar su indubitada ideología a través de un lazo amarillo -por otra parte discreto-.

El caso es que el amarillo se ha convertido en nuestro país en un color político y uno se lo tiene que pensar cuando se acerca al armario. La política se refiere notoriamente a los asuntos públicos de un determinado entorno y por ello sería lógico en una sociedad plural un debate en torno a los lazos amarillos. Pero estamos ante una evidente metonimia: la polémica no es sobre colores, ni sobre lazos, sino sobre presos políticos o políticos presos. Y por eso rectifico mi afirmación: en una sociedad madura debiera ser coherente un debate en torno a si quienes están privados de libertad por algunas actuaciones públicas, debieran seguir o no en la cárcel.

Todo este debate es susceptible de un desarrollo argumentativo y sosegado, aunque a veces no se consiga. Porque lamentablemente salen quienes quieren apropiarse de TODO el espacio público, que por esencia debería ser plural. No está de acuerdo usted con la ocupación de una parte de una plaza por cruces amarillas, pues póngalo de manifiesto razonando, pero no se le ocurra ir a lo bárbaro con su coche atropellando objetos amarillos, porque entonces el debate se contamina y se tergiversa. Y se llega a proponer la prohibición de la colocación de lazos amarillos en una visión represiva del espacio público.

No creo que sea admisible tampoco responder a una opinión que no se comparte con la eliminación agresiva -y además con luz y taquígrafos llamados para mayor vanagloria- de las expresiones públicas de esa manera distinta de pensar. No me parece una actitud democrática. Tampoco me lo parece avasallar a la población a través de los altavoces públicos. No es lo mismo poner lazos que aturdir a la ciudadanía con prédicas ruidosas cotidianas, que no pueden sino acabar molestando hasta a los partidarios menos furibundos. Exprésese la disensión, por supuesto, pero respétese la neutralidad del espacio público, que debe servir para canalizar expresiones y argumentos en un sentido y en otro, pero no para derivar en acciones, también públicas, aunque más propias de camorristas y de totalitarios.

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