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Argel y sus tratos
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Argel y sus tratos

Actualizado 27/08/2018
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Era pequeño y sentía fascinación por aquél aparato que, en blanco y negro por supuesto, y sólo la mitad del día, abría una ventana a un mundo desconocido. Me encantaba tumbarme bajo la mesa del comedor, con la cabeza apoyada en una almohada, y ver lo que echaran. Películas del lejano Oeste, documentales de animales, adaptaciones respetables de clásicos de la narrativa o del teatro. En invierno me obligaban a dejar pronto ese aparato hipnótico para irme pronto a la cama. Pero en cuanto empezaban las vacaciones, con el calor mediterráneo, podía estar hasta la medianoche en que sonaba el himno nacional en lo que oficialmente se conocía como la "despedida y cierre".

Era en esas noches calurosas cuando la señal mostraba sus debilidades y llegaban unas misteriosas interferencias que no dejaban seguir viendo con comodidad la serie de médicos que nos tenía en vilo o a Laurita Valenzuela presentando al siguiente cantante de la noche. Ella y Marisol fueron mis primeras novias de un amor platónico y televisivo que se empeñaban en alterar esas ondas más potentes que venían de lo que parecía otro mundo y que, inadvertidamente, pasaban a mostrarnos entre rayas horizontales alguna locutora que hablaba en un idioma extraño o nutridas orquestas que tocaban lo que prometían ser interminables y ensortijadas canciones.

"Es moros !" decían los mayores con cara de disgusto, queriendo expresar que ya estaban de nuevo aquí, impidiendo seguir el programa de la única cadena existente que nos interesaba tanto ?algunos vecinos decían que tenían otro canal en UHF, pero siempre pensé que eso era un bulo, algo así como lo que ahora llamaríamos una "leyenda urbana"-. En el fondo lo que más sentía era no poder ver bien ni una cosa ni la otra, porque en esas espaciadas apariciones se mostraba una realidad tan distante y mágica, que parecía sacada de algunos cuentos exóticos.

Más potencia tenían aún las radios norteafricanas. Cuando allá, en el sur de Mallorca, correteaba yo cerca de las mesas donde se pelaban las almendras y alguien trataba de cambiar de emisora en la radio enorme que estaba ahí cerca, salía muy a menudo esa subyugante melodía a la que toda la concurrencia parecía tener manía y que provocaba un rápido giro de la rueda de sintonización. Muchos años después supe que esa voz serpenteante debía ser ni más ni menos que de la mítica Umm Kulsum o que, muchas otras veces, seguramente nos habíamos inmiscuido en un encendido discurso de Houari Boumédiène.

Cuando en esos mismos años mi padre se quedó despierto hasta altas horas de la noche para ver la llegada del Apolo XI a la Luna, me parecía que se hablaba de lugares más cercanos, más familiares. No en vano, sólo con mirar por la ventana teníamos ahí a nuestra amiga, ahora con gente encima. En cambio, por mucho que uno subiera a Sant Salvador y mirara hacia el sur, no había manera de ver nada más allá de Cabrera, muchas veces además envuelta en una turbia calima. Y sin embargo, decían que allá estaba Argel, de donde había tenido que escapar hacía pocos años alguna gente de mi pueblo, que ahora se dedicaba a dar clases particulares de francés. La admiración era enorme: esas personas que eran como nosotros habían vivido allí, tan lejos y entre gente tan distinta.

Luego uno se hace mayor y se olvida de esos asombros. Hasta que por casualidades del destino recibe un mensaje que lleva como remitente a un tal Mohammed, de nacionalidad argelina, interesado en estudiar en la Universidad de Salamanca. Como por arte de magia vuelve a la infancia y a todos sus espejismos. Se le ocurre mirar el mapa y se da cuenta de que estuvo viviendo a poco más de doscientos cincuenta kilómetros de la capital argelina, algo más cerca que de Valencia incluso. Nada que ver con la lejanía que separa mi lugar de origen de mi ciudad de acogida. Aun así esa distancia mediterránea sigue separando todo un mundo. La misma distancia enorme que por desgracia nos separa de estas mujeres que deambulan con sus chilabas y sus velos por las mismas calles por donde yo ilustraba mi imaginación con mil y un desiertos y oasis.

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