Más arriba encuentran la pared de los grafitis, dijo, yo los espero aquí, allí pueden hacer las fotos. Lo miramos con extrañeza y, tras alguna insistencia por nuestra parte, accedió a seguir caminando con nosotros los diez metros que nos separaban de la plaza. Fue así como encontramos ese muro famoso con sus peace y sus love, con su emoción de colores, con sus miles de firmas diciendo, en todos los idiomas, yo también estuve aquí, y yo, y otro yo, muchísimos. Vimos entonces a cientos de personas sonriendo delante de cámaras, tabletas y teléfonos móviles, a cientos de personas haciendo los morritos con su pedazo de Praga en el encuadre, ese telón de fondo.
No me gusta venir a este lugar, nos dice Wenceslao, el guía lugareño que hemos encontrado a nuestro paso por la ciudad de Kafka. ¿Por qué?, le pregunto, mientras espero mi turno para hacerme una foto cerca del dibujo de la sombra del perfil de los Beatles, al lado del símbolo redondo del ying y el yang, cerca de una línea en donde alguien ha afirmado, y firmado, que él también es un dreamer y que, sin duda, no es the only one. Espero, pero la hilera es infinita. Praga, esta esquina de Praga, este rincón de este muro de Praga convertidos en parque temático. Los morritos, todos posan con morritos, no soporto venir aquí, insiste. Y entonces me doy cuenta de que su incomodidad no es desdeñable y tomo la decisión consciente de estar a la altura de su ruego y de alejarnos de allí, sin la foto, pero insistiendo en la pregunta ¿por qué? ¿Qué es lo que pasa?
Wenceslao nació en Praga y tiene más de setenta años repletos de una historia que nos ha llegado a medias y apenas. Es tan difícil entender lo que, de verdad, han tenido que vivir, es tan difícil comprender, de verdad, desde qué pasado habla, desde cuáles heridas, desde cuántas, dolorosas, renuncias, resignaciones. Setenta años marcados en cada pliegue de un rostro seco que, a pesar de su enjutez, emana un algo que inspira confianza. Parece un hombre que no miente. Dice las cosas escuetas, sin alambicar y sin arabescos, dice verdades con el español que aprendió por la radio en aquella época de su ciudad cuando Cuba estaba de moda. Dice palabras mirando a los ojos de su interlocutor, informando que este es el río Vltava, que esta es la Torre de la pólvora, que este es el Reloj astronómico, que en esta esquina nació Kafka y que Kafka, en aquel tiempo, estaba prohibido. ¿Prohibido?, le pregunto sin terminar de comprender. Sí, contesta, prohibido como todo, a excepción de Cuba y de las clases de español, prohibido. ¿Qué quiere decir?, pregunto y esta vez no me contesta porque entiende que mi pregunta no espera una respuesta, pues es solo la réplica del desconcierto que me deja la piel de gallina cuando logro, por un instante, ponerme en su lugar. Entonces me cuenta su vida. Aquí estuvimos, dice. En este lugar estábamos, mis compañeros y yo, aquel día cuando llegaron los tanques. ¿En esta plaza? Sí, me contesta, bajando el azul de sus ojos. Ahora todo parece de juguete, vean ustedes, todos los días lo mismo, la gente viene y se hace fotos para colgar en las redes, y ponen los morritos, no saben lo que pasó aquí y vienen, y ponen los morritos. Entonces pierde su mirada sobre el atardecer que tuesta la superficie del río y continúa, aquí lo hemos sufrido todo, primero alemanes, después rusos, y en la mitad nuestros sueños de vivir una vida normal, yo estaba joven, me dice, en tercer año de universidad, y me gustaban los Beatles porque teníamos esperanza, dice, y se detiene con el círculo del nudo que se le ha hecho en la garganta formando un atasco en el aire. Y desvía los ojos del río y me mira, por fin, y repite, con énfasis, «teníamos esperanza».
El 21 de agosto de 1968 entraron los tanques a la ciudad. La Unión Soviética había decidido que aquella esperanza debía ser contenida. Wenceslao y sus amigos, los jóvenes de Praga, querían ser dueños de sus propias vidas y a la unión le parecía demasiado. ¿Quién detrás, cuando suceden estas cosas? Alguien llegó, armado hasta los dientes con los tanques, a detener la primavera, hace cincuenta años. Tuvimos que esperar otros veinte, me dice Wenceslao, para poder leer a Kafka porque estaba prohibido. Parece poco, pero en realidad es una vida, ¿quién nos la devuelve? ¿A quién se la pedimos?
Ahora soy yo quien baja la mirada ante el agua en los ojos de este hombre que calza zapatos gastados y espera a que los demás posen. Entonces veo que en el suelo hay florecillas, esas blancas y amarillas tan pequeñas que crecen en las junturas del empedrado, florecillas que alzan sus colores al sol para abrazarse a la luz con la fuerza de las ganas de estar erguidas. E imagino la fila de tanques que llegó una noche a la ciudad, imagino el rodillo de las ruedas de los tanques aplastando la hierba, aplastando las flores, aplastando la primavera de Praga. Y me estremezco.
Salamanca, 24 de agosto de 2018
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