Desde ayer dispongo de unos días, pocos, para cargar las pilas. O sea, vivir sin móvil, sin agenda y haciendo lo que me apetezca. Y me apetece sacarle brillo a los cromados, o sea, reciclar, restaurar, actualizar algunas de las bases de mi espiritualidad. La espiritualidad es lo que anida en nuestra conciencia como caldera de nuestros pensamientos, nuestras acciones y nuestros sentimientos. Es lo que da coherencia consciente, valga la redundancia, a nuestra vida. La espiritualidad es el decantado de un montón de lecturas, reflexiones y, sobre todo, experiencias que han ido conformando nuestro modo de pensar, sentir, querer y actuar, en resumen, nuestro modo de ser. La espiritualidad tiene una característica importante: es consciente; o sea, no se trata de un impulso o una pasión ciegos, sino de un modo de ser, fruto de muchas influencias externas y movimientos internos, que hemos adoptado como propio.
Es muy difícil comunicar la propia espiritualidad en pocas palabras. Por eso normalmente se expresa en símbolos, polifacéticos y cargados de contenido vivencial.
Mi espiritualidad se apoya en unos cuantos símbolos que fui descubriendo en el movimiento scout católico cuando niño y adolescente, que es cuando se ponen los cimientos de la vida, los que duran de por vida. De momento, insistiré en tres:
Hay otras montañas en la vida: superar un curso académico que se atraviesa, coronar una grave enfermedad, montar un negocio, formar una familia, encontrarse con Dios, que está en todas partes, al decir del catecismo, pero siempre ha tenido gusto por las cumbres.
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