Dos veces al año me despiertan las campanitas, esas que las ovejas llevan colgadas del cuello, cuando el sol está todavía del otro lado del mundo. La respuesta de mi cuerpo dormido es inmediata: la emoción me planta de un brinco frente a la ventana, que, sea invierno o sea verano, abro de par en par para verlas pasar. Siento un relámpago de alegría en las piernas, en los brazos todavía somnolientos, en los ojos a oscuras que buscan la linterna para evitar que los pies se me enreden con la sombra. Siento el impulso de gritarles, saludando, queridas ovejitas, ¡hola!, aquí estoy de nuevo, ¿han pasado ya seis meses? Siento ganas de mostrarles mis cuadernos con todas esas páginas escritas, ganas de bajar y acompañar a los pastores mientras que silban, chiflan, llaman a las lanudas por sus nombres, se gritan palabras soeces cariñosas, se inflaman de orgullo, de antemano, por el trabajo que habrán completado antes de que el sol se levante. Y me quedo así, con la mitad del cuerpo por fuera de casa, a la intemperie, diciendo adiós sin que me miren, siendo consciente, palmo a palmo consciente, de que tal vez esto es como aquello que llaman felicidad. Pues siempre hay algo en la escena que me recuerda los días desmesurados de la infancia, ese punto salvaje en mis ganas de correr a toda hora, monte arriba, monte abajo, inventando de manera precoz, sin conocerlas, las nuevas tendencias del mindfulness o, más simple, siendo una niña en plenitud de asombro. Descubriendo el mundo como si fuera distinto en cada mañana. Amando, con toda la fuerza que cabe entre pecho y espalda, la curvatura que les sonríe en el hocico y sus patas tan flacas con ellas tan gordas, tan despiertas y tan amigables.
Así pasan, sombreando de blanco la calle a oscuras, sonando sus cascabeles a tope para avisar que sí, que en efecto ya han volado seis meses y que, por tanto, es tiempo de revisar los papeles en donde escribimos, en enero, los propósitos. Tiempo de trashumar hacia dehesas nuevas, más abiertas hacia el presente absoluto, este segundo, el único del que, tal vez, dicen algunos, somos dueños.
Las ovejas cruzan el Puente Romano con dirección sur en invierno, y en sentido contrario en verano, siempre buscando un lugar en donde alimentarse de luz y de hierba, un lugar bueno para madurar. Y cada vez que pasan, de ida o de regreso, les rindo tributo, les hago un homenaje, les digo mi hasta luego con la mano y me quedo desvelada, con los cuadernos abiertos. En esos momentos soy consciente, mi cuerpo palmo a palmo consciente, de la vida que pulsa en las venas, del oxígeno que infla los pulmones, del cielo y sus estrellas encendidas con su Marte, con su Venus.
A veces hay luna, a veces no la hay, las estrellas están casi siempre a millones de años tan cerca, cómo es posible mirar para arriba y evitar que se abra la boca con forma de pasmo ante cuánta belleza en lo enorme.
Las ovejas son las estrellas del mar de la calle y también un espejo del cielo nocturno, un mapa repleto de lana que indica por dónde se puede mirar para ver en la noche su tanto silencio.
A lo lejos, el río devuelve en susurros la voz del agua que tirita de risa cuando, también, se emociona, la piel arrobada del río que espera los trinos, la hora de besos de aves. Qué sencillo parece el momento, qué limpio de prisas y manchas, con su olor a tierra o a humus muy hondo y a masa en el horno dorada para un pan exacto. Qué sencillo es y cuánto duele, a veces, lo bello empapado de amor cuando vemos, por fin, más allá de nosotros, lo grande pequeño, lo lleno de estrellas y ovejas, el río, los pájaros. La noche que empieza a ponerse rosada y la vida que bulle en la sangre que silba, alegre, cuando la trashumancia, este nombre diverso de lo extenso y de lo ancho. Esta mano. Este lápiz que llena de letras la última página y también la primera. Estos cuadernos que surcan los días, uno, dos, tres, cuatro, igual que corderos insomnes con toda su lana todavía por decir.
Así las noches de verano en Salamanca cuando pasan por mí las ovejas. Su dicha. Sus cascabeles.
Salamanca, 10 de agosto de 2018
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