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Nevado agosto
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Nevado agosto

Actualizado 06/08/2018
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Puede parecer que uno se ha vuelto loco. O quizás sea así, que en realidad le ha invadido un punto de locura por causas inadvertidas, aunque adivinables. El caso es que estamos en la primera semana de agosto y la cordillera amanece fulgurante y blanca. Luminosa entre la bruma. Claramente vencedora sobre el smog.

En ese tardío amanecer las luces de la calle permanecen aún encendidas y los primeros peatones de la mañana avanzan presurosos con los abrigos y las bufandas hasta las orejas. No es que haga frío. Es que hace mucho frío.

Habrá que salir después de haber calentado el cuerpo con un café caliente y un desayuno abundante y dar unos pasos por esa mítica Alameda, hacia la Universidad, viendo rostros somnolientos que acuden al trabajo. Lejanas aún las vacaciones.

Uno está metido de lleno en un oxímoron. El calendario no casa con lo que ve, y sobre todo con lo que siente. Le llegan noticias de calores abrumadores, que se ajustan mejor a las fechas de su orden vital. Pero a estas alturas de la mañana, con esa brisa suave pero punzante que baja de las montañas, y avasalla lo que ha dejado destapado de su rostro, no hay duda alguna. Estamos en pleno invierno.

Todo eso uno ya lo sabía. Y no porque ya hubiera pisado estas veredas. Sino porque se le supone una mínima cultura general y algo de conocimiento del mundo. Lo que no evita el escepticismo, y luego la desazón, cuando los poros se cierran al notar los dos grados que nos envuelven, y pretenden protegerse ante lo que parece una anomalía.

Sí, hay nieve abundante por el oriente. Bien cerca, y de allí vienen los retazos de una temporada larga que ha dejado su huella persistente, visible a lo lejos y a lo largo. Se habla de que más al sur todo está más complicado, más inexpugnable la mañana. Otra contradicción para una mente europea, acostumbrada a pensar que el mundo es cómo es, y lo demás son historias. Cuentos novelados o películas exóticas con escenarios dudosamente reales.

Estamos en un orden invertido de las cosas. El mundo al revés y la actividad sin detenerse. Con un cierto ritmo prusiano de tercera o de quinta generación. Con las horas en punto y sin apenas márgenes de adaptación. También las personas más calladas, más apagadas, algo ensimismadas. Uno les pregunta, sólo para saludar, que cómo están y se quedan sin saber muy bien qué responder. Aturdidas, no tanto por el frío, sino por el atrevimiento de quien, acostumbrado a surcar paisajes más tropicales, tarda en adaptarse a nuevos ambientes y nuevos climas.

Pero bien real es esa sensación extraña de no olvidar por nada del mundo el abrigo largo y la bufanda grande, antes de salir acorazados a pisar las calles nuevamente.

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