Llevada a buen término la moción de censura por Pedro Sánchez, faltaba el trámite de presentar al Rey la composición del nuevo gobierno. En medio de no pocas quinielas y más de una indiscreción, ya tenemos nombres y caras para las nuevas carteras. Como a la mayoría de españoles, debo confesar que, a la vista de los nuevos personajes, la primera impresión no me es desfavorable. En otras ocasiones, los nuevos ministros eran personas desconocidas fuera del ambiente reducido en que se habían desenvuelto hasta su nombramiento. En este caso, por unas u otras razones, son personas conocidas y alguna ha probado su solvencia en anteriores cometidos. Quiero pensar que la razón de haber sido elegidos para el cargo se basa en la capacidad de cada uno para esa cartera, o en sus particulares dotes de abnegación para llevar a buen término otras misiones encomendadas, y no en la popularidad ganada en círculos más o menos sociales. Como marca la norma asumida para estas ocasiones, habrá que conceder a cada uno de los ministros los cien días de rigor para poder juzgar sus primeras medidas. Antes de nada, y porque es de justicia, hay que reseñar la conveniencia de referirse a la composición de este nuevo gobierno, de ahora en adelante, como el de ministras y ministros. Por primera vez en la historia de la democracia española el número de ministras casi dobla al de ministros. Cualquier comentarista que se permita la libertad de criticar esta circunstancia, verá caer sobre él la consideración de machista y retrógrado. Ahora bien, habrá que reconocer que la pretendida equiparación en el cupo de mujeres, en esta ocasión, se ha visto sobrepasada con creces. Lo cual no es malo ni bueno, es excepcional.
Siempre que en democracia se constituye un nuevo gobierno, se da por sentado que el Presidente ha escogido a sus ministros para que, cada uno de ellos, desarrolle en su ministerio las medidas que el Presidente tiene en su mente. Lo cual no debe ser óbice para que cada uno adorne esas políticas con su personal sello. Lo que sí se debe cuidar al máximo en la unanimidad en el criterio. A pesar del brevísimo tiempo transcurrido desde su nombramiento, ya se han puesto de manifiesto conceptos y manifestaciones de algunos ministros ?en este caso, ministras- con ideas opuestas entre sí, o declaraciones contrarias al proyecto esbozado por el Presidente; y, a la vez, en contra de lo que determina nuestra Constitución. Me estoy refiriendo a las ministras Portavoz del Gobierno y de Política Territorial. La primera, Isabel Celaá, en su faceta de portavoz, después del primer consejo de ministras y ministros, intercaló un componente propagandístico con alguna imprecisión. Lo que el Consejo de Ministros trató fue la constatación de que, suprimido el artº 155, quedaba sin efecto la intervención del gasto de la Generalidad, pero no su control. Realidades que se admitieron antes del cambio de poderes. Por lo tanto, "vender" esta cuestión como "medida de gracia" del nuevo gobierno hacia la Generalidad, además de propaganda, es incierto. Quiero pensar que a la ministra le cegaron los nervios del primer día y que el comentario era de su propia cosecha y no una sugerencia de su superior.
En cuanto a la ministra de Política Territorial, Meritxell Batet, el asunto tiene otras connotaciones. Es curioso observar que, entre los que ven con buenos ojos el nombramiento de Josep Borrell ?en los que me incluyo-, abundan los que piensan que Pedro Sánchez ha querido nombrar como ministro a este catalán no independentista para dejar bien clara su intención de no ceder lo más mínimo en la unidad de España. No dudo de esa intención pero, a la vez, opino que el nombramiento de la ministra Meritxell ya llevaba implícito su talante independentista, que había dejado muy claro cuantas veces tuvo ocasión. Rompiendo la disciplina socialista, junto a otros miembros del PSC, votó a favor de la independencia en el desdichado referéndum del 1-O. Que no ha cambiado de opinión lo demuestra el hecho de que su primera intervención pública como ministra ha sido en Barcelona para declarar, entre otras cosas, que la reforma de la Constitución, ante la presente crisis territorial, es urgente, viable y deseable. La ministra portavoz pudo actuar traicionada por los nervios del primer día. La ministra Meritxell, sin embargo, ya es veterana en estas lides. Así como la intervención de la primera fue "enmendada" por el Secretario de Comunicación, es de esperar que alguien aclare cuál es la verdadera postura del gobierno en un tema que, como el presente, precisa del concurso de una mayoría de la que carece el denominado gobierno Frankenstein.
Si toda la política del nuevo gobierno descansa, exclusivamente, en llevar el diálogo allí donde ahora hay estancamiento, de entrada, sería muy buena forma de comenzar a ver luz en el actual túnel del independentismo catalán. Ahora bien, a la vista de la declaración de intenciones del presidente Torra y su vicepresidenta, de las diferentes fuerzas secesionistas catalanas, así como las condiciones que "exige" el prófugo Puigdemont, todo indica que, para ellos, el referéndum del 1-O, la DUI y la proclamación de la República de Cataluña son premisas sobre las que se debe apoyar todo diálogo entre el Gobierno de España y la Generalidad. ¿Puede haber alguien del gobierno de Pedro Sánchez dispuesto a entablar un diálogo bienintencionado con quienes declaran abiertamente su deseo de no pertenecer a España? La experiencia de otras veces demuestra que, con el secesionismo catalán, hasta ahora, sólo ha funcionado la estricta aplicación de las leyes. Aun así, el buen trato y la condescendencia siempre han sido interpretados como debilidad del gobierno.
Ningún gobierno de España debe estar autorizado para legislar en contra de los catalanes que quieren seguir siendo también españoles y que, a día de hoy, son mayoría en Cataluña. Mientras siga vigente la actual Constitución, ni una futura mayoría de catalanes independentistas sería suficiente para alcanzar la independencia. Los partidos que hoy se declaran constitucionalistas, y estén dispuestos a reformar la Constitución para privar de su opinión a todos los españoles, deberán manifestarlo muy claramente antes de cualquier proceso electoral, incluso cuando se trate de la fracción regionalista de cualquiera de ellos. Que la Constitución puede reformarse, está fuera de toda duda. De hecho ya se ha reformado alguna vez, y puede hacerse de nuevo. La urgencia que reclama la ministra Meritxell me temo que no sea apreciada como tal por la mayoría de los españoles. Para la viabilidad de la reforma, el trámite está muy claro en la misma Constitución. Por último la condición de lo deseable de esa reforma puede tener su razón de ser referido a esa minoría de catalanes que se declaran independentistas. Para el resto de españoles, sencillamente no es cierto.
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