El milagro se produjo a finales de mayo, en pleno centro de París. Un niño de cuatro años estaba a punto de caer desde un balcón de la cuarta planta de un edificio. Los transeúntes se arremolinaron despavoridos, pero salvo avisar a los servicios de emergencia, qué otra cosa podían hacer... No todos tenemos el valor, la habilidad y la fuerza física que se necesitan para hacer estas cosas. De repente, sin saber de dónde salió, apareció Mamadou Gassama, un sin papeles de veintidós años que huyendo de la pobreza de la República de Mali había llegado a la capital francesa, y ante el asombro de los presentes que daban por hecho que se matarían los dos, escaló las cuatro plantas y sin más formación que su valor y sin otra herramienta que sus brazos consiguió rescatarlo en el último segundo.
Lo recibieron con una lluvia de aplausos de la que intentó huir por miedo a la policía que acudió a las llamadas de socorro, pero ante su sorpresa, la policía no lo molestó. ¡Menos mal!
No faltaron los que ante el espectáculo que para algunos supone el ver que otros corren peligro, sacaron los móviles para inmortalizar la hazaña, y los audios no tardaron en divulgarse por las redes sociales. Tal fue la repercusión de la noticia que el presidente Macron lo citó en su despacho pocos días después para premiar su gesto regularizando su situación en el país y nombrándolo bombero del Parque Municipal de París.
Pero no creo que el gesto obedezca a sus buenos sentimientos, más bien aprovecharía la circunstancia para ganar simpatías de los ciudadanos. Si los gobernantes fueran sensibles a estos problemas, nadie tendría que dejar su país de origen empujado por la extrema pobreza y por las guerras, porque hasta la flor más silvestre tiene derecho a un palmo de tierra para florecer con agua y sol, ni tantos inmigrantes tendrían que esquivar a la policía para evitar que les pida unos papeles que no tienen, vivir en condiciones infrahumanas, si es que a como viven se puede llamar vivir, y ser víctimas de las mafias que trafican con estas desgracias de las que no son responsables. Tampoco tiene que sentirse en deuda con los ciudadanos que hicieron de reporteros, porque si el niño hubiera estado jugando en un parque, no hubiera podido acercarse a verlo jugar, lo hubieran mirado con desconfianza por el hecho de ser negro, y ante el miedo razonable que todos sufrimos, hasta cabe suponer que hubieran alertado a la policía por si se trataba de un terrorista. El único que merece las gracias de verdad es el niño. Aquel día este joven le salvó la vida y el niño se la salvó a él. Está claro que a veces el destino es más justo que las personas.
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