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El que más grite
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El que más grite

Actualizado 07/05/2018

En estos tiempos de populismos y otras palabras nebulosas, que sirven para rotos y para descosidos, con la ayuda de las redes sociales todo va más rápido, las palabras aladas son veloces. Hasta el punto de que se activa la protesta pública sin siquiera terminar la primera frase, como si todo el razonamiento que exige el actuar sensato se diera por sentado, en una elipsis de lo principal, que uno no alcanza a entender.

Trato de explicarme un poco, y por partes. Estaba yo conectado a través de la cadena de televisión que fuera, como tantos otros, con la multitud agolpada a las puertas de la Audiencia Provincial de Navarra, encargada -para quien no lo sepa- del enjuiciamiento de bastantes de los delitos más graves y complejos que existen en nuestras normas penales. No se me ocurre dudar de las buenas intenciones de esa gente alborotada, pero sí voy a poner en cuestión su proceder: en cuanto se oyó el fallo de una sentencia que se estaba transmitiendo en directo -cuyo contenido, como es obvio, no coincidió con lo que esa gente quería- empezó el griterío, se forzó el cordón policial que protegía la institución pública y hubo quien quiso entrar a la fuerza en el Palacio de Justicia.

Disculpen mi precisión de entomólogo, pero se me acumulan las dudas. La primera: ¿qué pretendían quienes querían entrar al edificio? ¿Encontrarse con quienes habían votado la sentencia? Vamos a suponer que quienes querían acceder son gente civilizada, porque presumen de ello, y deduzcamos que ni se les pasó por la cabeza utilizar la violencia. ¿Qué hubieran hecho de haber podido entrar y de haber podido encontrar a cualquiera de los que habían integrado ese tribunal? ¿Lo hubieran increpado? ¿La hubieran insultado? En definitiva, me pregunto para qué tenían tanta prisa en entrar en el Palacio de Justicia?

Pequeño detalle adicional: en ese momento esa gente de la sentencia no conocía más que el fallo, que fue lo leído en sesión pública y lo retransmitido por variadas vías. Salvo los funcionarios del propio tribunal, nadie conocía más, aunque al rato en la red de redes ya estaba el contenido completo de esa larga sentencia y de ese más largo voto particular -cuyo efecto en el fallo por cierto era inexistente-.

Antes de que diera tiempo a leerla a nadie, la multitud ya estaba gritando no sólo en Pamplona, sino mucho más allá. Me sigo cuestionando: ¿Para qué lo hacían? Es obvia la respuesta: para que se les oyera. Pero no nos conformemos con la superficie: ¿Para qué se les tenía que oír? ¿Para que el tribunal, que recién había acabado su trabajo, los oyera? ¿Para qué? Obviamente para influirles, pero ¿con qué fin? Pues posiblemente para que en sus próximas sentencias tengan en cuenta lo que esa aglomeración pretendía. Y no sólo ese tribunal, sino también el resto de los tribunales del orbe. ¿Incluidos los que van a conocer de los recursos más que posibles? ¿De verdad se les pretende influenciar en el sentido que debe adoptar su decisión?

Por cierto, que a esas alturas del día ya se estaba pronunciando hasta el sursum corda, imagino que con análogas intenciones. Ya estaba en marcha change.org recopilando decenas de miles de firmas influyentes. Y hasta el Ministro del ramo tuvo que pasar su increíble camino de Damasco, que va desde la reiterada proclamación del respeto a las resoluciones judiciales, a ser él mismo increpado a la salida de una conferencia -mi ignorancia sigue preguntándose por qué razón de fondo- y en un regate que dejó a más de uno descolocado, a dejarse caer en la tentación de ponerse de abanderado de la ceremonia "antivotoparticular".

¿Sabe el Ministro y sabe el resto de la airada población que lo último que deben hacer los jueces y magistrados, y hasta los miembros del Ministerio Fiscal, es dejarse influir por el griterío? ¿Sabe que la función jurisdiccional de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado es la tarea más difícil en un Estado de Derecho para la que hay controles constitucionales y hasta supranacionales? Reconozco que en algunos momentos lo he llegado a dudar. La presión de la multitud azuzada por los medios de comunicación ha sido y está siendo enorme. Cualquiera que se aparte del pensamiento mayoritario puede temer encontrarse en un incómodo y poco razonado objetivo.

Coda, por si acaso: soy padre de tres hijas, marido de mujer, hijo, ahijado, discípulo de la mejor maestra, compañero de trabajo de mujeres de valor incalculable, cuya libertad y autonomía de voluntad de todas defendería con las uñas y con más cosas. Si hay alguien que pida respeto por la mujer en abstracto y por las mujeres en concreto soy yo. También creo en que el Estado debe defender esa perspectiva, que tiene el legítimo objetivo de superar siglos y siglos de patriarcado opresor. Pero mi prudencia y mi formación me obligan a huir de los linchamientos, públicos y privados, de olvidar los derechos fundamentales de unos en favor de los de las otras.

El precio a pagar por ello puede ser demasiado caro y también demasiado viejo: la degeneración del foro público en la más pura demagogia, en el infame populismo y en el simple ejercicio del poder por el que más grite.

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