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Sobreactuación
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Sobreactuación

Actualizado 30/04/2018

Los ritmos que la realidad marca no son en absoluto los que mi tecla lenta me permite, así que no me queda otra que ir a destiempo si es que quiero comentar sin aspavientos la actualidad que nos agobia. Quien tenga la gentileza de leer con alguna frecuencia estas líneas ya debe saber que no está en mis planes el comentario de sentencias o, más en general, de actuaciones judiciales, que para eso tengo otros ámbitos más ásperos y aburridos.

Pero, de vez en cuando, los sesgos que uno carga le obligan a tratar de descifrar alguna de las complejas cuestiones que nos acechan, sobre todo porque a la mayor parte de la sociedad parece que le parecen simples y diáfanas. En bastantes casos directamente abominables, con sólo oír un fallo de una sentencia de tropecientas páginas; en otros gloriosamente ensalzables porque nos hemos metido el traje de defensores de las esencias y todo lo que sea matices nos tiene sin cuidado. Incluyo en ello a relevantes juristas, a los que respeto y aprecio. Como ya decía Billy Wilder: Nadie es perfecto.

El caso es que el propósito de estas líneas iba en una dirección y el tropel de las manadas trata de empujarme hacia otro lado. Ocurre, sin embargo, que uno es más tozudo de lo que él mismo se cree, y aun a riesgo de parecer que escribe sobre Historia del Derecho, una de las cosas que le preocupan ha sucedido no más atrás de unas pocas semanas, e incluso es como la CNN, que todavía está pasando y deberíamos seguirlo viendo, aunque nos atropellen los sucesos acumulados y las reacciones viscerales.

Como se trata de que estas últimas no aparezcan, ni de soslayo, en esta página, la opinión viene retrasada y extemporánea, en realidad fuera de tiempo, más bien con alguna vocación de intemporalidad, si quien suscribe estas líneas de verdad se creyera alguien perdurable. Pero como no es el caso, no se avergüenza de su atrevimiento intempestivo, y por supuesto discutible. Sobre todo porque uno tiene la esperanza de que las hojas del otoño van a terminar cubriendo las vanas vehemencias, por mucho que pretendan ser esculpidas negro sobre blanco.

En fin, de lo que se trata es del insistente asunto de las veleidades de algunos políticos del noreste peninsular, que poniéndose la estelada por montera, debieron pensar -aunque dudo que lo dijeran-: "Ancha es Castilla" y tiraron por donde les pareció, sin atender ni a tirios ni a troyanos, dejándonos a todos -también a los tirios y a los troyanos- con un palmo de narices y amargados hasta por la vergüenza ajena. Uno se esperaba mayor altura de miras por parte de quien opta declaradamente por incumplir la Constitución, el Estatuto y hasta las recomendaciones de los letrados del Parlamento, por decirlo de forma resumida, para acabar unos diciendo que lo que hicieron lo hicieron sin querer, otros jugando al gato y al ratón y otros intimidando a quienes no piensan como ellos y aún otros clamando en el desierto. En definitiva, una variedad de actitudes que daría para toda una carrera de psicología con varios itinerarios.

Sin embargo, lo que le toca más de cerca a uno es la respuesta judicial, a la que, si el respeto a las instituciones me lo permitiera, calificaría en reiteradas ocasiones de poco prudente. Especialmente, vistas las consecuencias, muchas de ellas previsibles, si lo que se pretende es envidar a la grande, con más ilusiones que certezas. Aquí no estoy hablando en abstracto: lo que digo es que otro gallo nos cantaría si en lugar de hacer equilibrios conceptuales sobre lo que es en realidad la violencia, o discutir a viva voz con quien desde hace meses controla los cuartos supuesto objeto de malversación, se hubiera ido a lo seguro: a la desobediencia. Nos habríamos ahorrado más de un sonrojo, habríamos evitado en alguna medida alguna picota internacional innecesaria y tendríamos a los indudables infractores, no en la cárcel, pero ya sí inhabilitados para seguir haciendo el ridículo, por mucho que sus ideas puedan ser defendibles siempre por las vías civilizadas.

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