No. No estoy dispuesto a dejarlo pasar sin inmutarme. No es cuestión de honor, o tal vez no sólo. Pero en mi opinión es antes cuestión de civilidad y de moralidad pública. No voy a quedarme callado cuando por intereses de cortas miras o por no se sabe bien qué presumibles supervivencias políticas se nos embarra a todos, sin ninguna vergüenza.
No me parece asumible para una democracia con todas las letras y con su completo significado, que se tome a pitorreo el nombre de la Universidad. Es más, que se pretenda endosar toda la responsabilidad a una Universidad de la que alguien con más descaro que vergüenza se ha pretendido aprovechar. Echo de menos voces autorizadas del partido en el gobierno, que las hay, dispuestas a atreverse a defender con claridad y de manera rotunda a la Universidad pública.
Hay opciones legislativas, claro está, y hay debate público, por supuesto. Admito incluso que haya quien defienda el modelo de privatización de la Universidad, lo que por cierto ha dado lugar a grandes éxitos, por ejemplo en Estados Unidos o en Colombia, entre bastantes otros. Pero sólo nos faltaba que en el año en que celebramos los ocho siglos de Universidad pública española -rectius iberoamericana- nos vengan a generalizar algunas mangancias y negocios de aprovechados a todos los que nos dedicamos con pasión a esta institución que alguna vez fue respetada.
En mi caso, llevo años paseando orgulloso el nombre de la Universidad de Salamanca por todas las latitudes donde tienen la gentileza de invitarme y también me honro en mostrar cómo una institución pública, formada mayoritariamente por funcionarios públicos, tantas veces con limitaciones financieras y trabas burocráticas, puede ser un honorable criadero de cabezas pensantes, de mentes críticas, motivadas para el perfeccionamiento de la sociedad donde viven.
En nuestra tradición, salvo escasas excepciones, esta función esencial para una comunidad sana lo ha ido cumpliendo la Universidad pública, en la medida que los protagonistas de la historia le han dejado. Muchas veces ha sido un fruto demasiado suculento como para dejar libre su maduración y se ha tratado de influir y cercenar de modos diversos, unas veces más directos, otras más sutiles, tanto desde lo público como de lo privado.
No estoy diciendo que no deba haber controles. Claro que debe haberlos, deben existir en toda institución que sea de todos, y no meramente formales, montados sólo para cumplir el trámite, como a veces ha ocurrido. La universidad debe responder ante la sociedad como es obvio, pero tampoco puede crecer si se le limita con desproporción su fértil espontaneidad y su vocación creativa.
La creación de conocimiento y su difusión crítica es una cuestión demasiado valiosa y frágil como para que no se propicie su mimo y su cuidado desde los diferentes gobiernos con competencias en la materia. Es una opción de futuro. No de futuro inmediato, que con error manifiesto es el que cuenta para los políticos de bajos vuelos, sino de proyecto de país.
El sinuoso cuento del máster de la señora Presidenta, no es más que un botón de muestra de que en ciertos ámbitos importa muy poco todo lo que acabo de exponer. La Universidad no es un club de amiguetes, ni una sucursal de la lucha política, como algunos pretenden hacer creer. No toda, ni la inmensa mayor parte.
Aquellos que a las tres de la mañana están todavía preparando clases, los que aprovechan los fines de semana para viajar a otros continentes y difundir la buena fama de nuestros centros, los que escriben sus artículos en vacaciones ?porque durante el período lectivo están demasiado entretenidos en gestiones, clases y reuniones- son legítimos acreedores de una defensa cerrada que compense en alguna medida los daños y perjuicios que en estas semanas pasadas han sufrido.
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