Cuentan que hay un reino lejano en el que destacan la paz y la prosperidad y serpentean los arroyos de leche y de miel. Algunos saben dónde se encuentra, pero no lo cuentan a nadie porque eso podría deshacer el hechizo y diluir la magnífica ilusión para permitir la entrada de las perversiones y los egoísmos. Nadie asegura que el bienestar pueda ser eterno en ningún lugar de la faz de la tierra, por eso los agraciados que han tenido la vivencia de disfrutar de esos bienes llevan en su pecho el candado inasible que nos impide situarlo en el mapa.
Dicen que allí hay calor humano. Ya puede haber temperaturas inefablemente bajas, hielo en las calles y lagos helados, que las contraventanas de las casas permanecen abiertas y con una luz hermosa para iluminar la noche. Y si es Navidad cuando usted tenga la fortuna de pasar por esas calles, verá que son candelabros de siete brazos los que adornan cada uno de los cuadros que diagraman las coloridas fachadas
Como podrán ya sospechar, lo del frío es un mito. En realidad, el antiguo pueblo que domina estos lares conserva un sabio adagio que recoge la experiencia de tiempos antiguos: "No existe el frío, sino la vestimenta inadecuada". Alguna condición tenía que haber para ahuyentar a los medrosos, para alejar a los impasibles y a los malintencionados.
Además, los eruditos de ese país han optado con inteligencia para introducir la duda en la mente de los extranjeros y así han desarrollado inveteradas leyendas sobre dioses violentos y sedientos de sangre, que en los últimos tiempos de manera sorpresiva cobraron formas insospechadas, más o menos de novelas detectivescas y policíacas en los que aparecen mentes monstruosas y locos imparables, pero en las que no se puede ocultar la cara amable y solidaria que caracteriza estas gentes.
Se ha hablado de su hermosura, tanto de los paisajes, como de los pobladores. Y algunos pormenorizan que no han visto en ningún otro lugar del mundo caras tan elegantes y melenas tan luminosas. Hasta han creado mitos trasplantados en playas lejanas y reprimidas, donde el poder ha solido cohibir exageradamente las pasiones de la naturaleza.
Son cosas inevitables. La información circula y no es posible poner puertas al campo. No sólo lo malo se transmite, porque la envidia, sea sana o no, es difícil de dominar, y esa belleza y esa generosidad no se disfrutan sin precio. De ahí que, para contrarrestar, se destaque tanto del predominio de la noche y de la frialdad, tanto del clima, como de la gente. Pero eso, al que tenga un poco de sentido crítico, no le parecen sino excesos sin fundamento, cuando no falsedades inventadas para proteger el paraíso.
Alguno ha narrado incluso que se pueden dejar las cosas sin temor en los lugares públicos y rara es la ocasión en que no se las encuentra uno tal y como las abandonó, con la cartera y los billetes en su sitio. Y hasta que hay abundancia de niños, de crines transparentes, a los que los padres cuidan durante largo tiempo sin perder sus preciados trabajos. Pero uno a creerse tanto no llega, por la indiscutible razón de que, si allí habitan hombres, la maldad y la corrupción no es inexistente. Si tuviera que llegar a admitir lo contrario, ya optaría por negar que ese reino sea real, y que nos están hablando de un lugar imaginario.
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