Acabo de leer un tweet en el que se reprocha a España que venda armas a países que luego las usan. Su autor es el mismo que en otras ocasiones pide más recursos para la dependencia, la sanidad, los jubilados o la investigación y el desarrollo.
A mí también me gustaría que en vez de armas exportáramos globos de colores, que a lo mejor es lo que tendríamos que hacer. Lo que no entiendo es cómo compatibilizar eso con obtener más dinero para una serie de gastos sociales. O lo uno o lo otro. Y que conste que yo soy partidario de vivir con más austeridad y mayores criterios éticos, lo que me temo que no es precisamente el caso del tuitero de marras.
Lo descrito no es más que un ejemplo de la incoherencia y hasta de la demagogia existente: todos queremos más, mucho más, sin dar nada a cambio, como si los recursos públicos salieran de los árboles y pudiésemos seguir defraudando a Hacienda a nuestro antojo.
Y es que nos hallamos ante una clase absoluta de descrédito de las instituciones que nos lleva desde querer trocear España, empezando por Cataluña, hasta creer que si un senegalés muere de un infarto la culpable es la Policía, mientras que si se trata de un señor de Logroño se debe a causas naturales. Y para que nadie me acuse de lo que no soy, cambio la frase: "Si un señor de Senegal muere de un infarto? y si se trata de un logroñés?" ¿Ven la posible demagogia?
Eso nos está pasando ya en todos los órdenes de la vida: en las críticas a una Sanidad con más cobertura que sus equivalentes europeas, en el ridículo precio de unos medicamentos que en Estados Unidos, por ejemplo, cuestan 40.000 dólares, en el sueldo de unos políticos que cobran seis veces menos que sus homólogos europeos, etcétera, etcétera.
No digo que no haya que cambiar muchísimas cosas, por supuesto. Pero, para hacerlo, y para hacerlo bien, resulta mucho más útil el raciocinio que la demagogia. Lamentablemente, sobra mucho de la segunda y falta bastante de lo primero.
Enrique Arias Vega
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