Hay cosas en la vida diaria que nos van, generalmente a la contra. Por ejemplo: el paraguas. Me parece que este año llevo comprados siete. Resulta consustancial a la normativa vigente que cuando pinte llover, parezca que vaya a llover, pintee o, directamente llueva, que yo en ese momento no lleve el paraguas. Curiosamente se da al mismo tiempo la paradoja de que en el paragüero de mi casa tenga cinco o seis paraguas aparcados de diferentes colores, texturas y diseños. Pero cuando llueve jamás tengo uno a mano.
Y el caso es que a mí no me disgusta mojarme desde que afronté la dura realidad de que por mucho que me cale la cosa no va afectar a mi raíz, ya obsoleta. No crezco más, por lo tanto. Pero el tema de hoy, amigo lector anónimo y seguramente indiferente, es que el paraguas es un perfecto mangurrián para socabar melancólicamente (no olvidemos que llueve mansamente ahora mismo) una instantánea reflexión sobre el olvido. ¿Qué es el olvido?. Alguien dirá: "eso que pasa cuando te joden las llaves". No es mala respuesta.
Otra cosa que nunca ponen bien, y no se sabe a santo de qué, son las columnas de los garajes. Una amiga mía está redactando una tesis sobre el particular.
Pero vamos a los paraguas que es a lo hemos venido hoy. Estos artilugios que te dejan seco resultan ser, si nos paramos a pensar y no corremos tanto que ya está bien, la perfecta parábola de asuntos como el amor, la amistad, el interés, la generosidad o el odio. Parecieran ser los paraguas la perfecta razón de ser del olvido.
Es lunes, llueve y me he dejado el paraguas en casa. Olvidado.
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