No figura en declaración de derechos alguna, ni que yo sepa en la proclamación de ninguna constitución, ni histórica ni vigente. Pero estoy convencido de que está en la base de algunas encomiables construcciones doctrinales que sirvieron de fundamento para dar forma jurídica al complejo equilibrio entre la libertad, la igualdad y la fraternidad.
En realidad es lo que implica la tolerancia. A quien debemos respetar no sólo es al amigo, al afín, al compañero de fatigas. A esos no cuesta nada admitirlos en nuestro cercano círculo y aprender de ellos, incluso imitarles con fervor. Más difícil es aceptar a quien piensa distinto. Tendemos a pensar que somos dueños de la razón, y que la tenemos toda.
Si nos dejaran por el camino irreflexivo seríamos como aquel insoportable hijo único, que no soporta adversario, y que cuando lo tiene se encastilla en su frágil almena del inhóspito egoísmo desde el que combate cualquier intento de conciliación.
El foro de lo público se ha vuelto muy complejo. La facilidad de las comunicaciones se ha multiplicado en los últimos años y el anonimato siempre es cauce facilitador de abusos de diverso tipo. Sin embargo, como seres sociales que somos, debemos mantener necesariamente algunos criterios irrenunciables, para que la convivencia sea viable.
Uno ya ha sostenido en otros pasajes la libertad de expresión y ha insinuado sus límites. Aquí pretende insistir en este vidrioso ámbito, muy proclive a las incoherencias, pues solemos favorecer la palabra de quien piensa como nosotros y tendemos a hacer acallar a quien debilita nuestros argumentos o los revoca de plano.
Por eso me parece muy delicada la senda de la tipificación de los delitos de odio o incluso la de la sanción administrativa de ciertas expresiones que pueden ser contrarias al pensamiento dominante. Si tales infracciones no son interpretadas de manera realmente restrictiva llegamos a una limitación inadmisible del debate público plural.
La democracia argumentativa requiere posiciones diversas, e incluso opuestas. Claro que son defendibles posiciones contrarias a la ley y a los principios y proclamaciones constitucionales; si no fuera así sería inútilmente decorativa la posibilidad de reforma que las propias leyes y e incluso las constituciones contemplan.
Como es obvio, la discusión está en los límites: ¿hasta dónde podemos admitir que con la palabra o con los escritos nos discutan, nos desmientan o nos contradigan? Creo tenerlo claro: hasta el insulto o la calumnia.
Más allá, en mi modesta opinión de ciudadano común, tenemos la insobornable obligación de soportar la defensa de opiniones distintas. Y la posibilidad moral de oponernos a ellas con argumentos contundentes, pero pronunciados a media voz. Si no somos capaces de eso es que en el fondo dudamos de nuestra propia posición y caemos en la tentación de obcecarnos en nuestro endeble castillo, como aquél insolidario hijo único que sólo tiende a la estridencia y al grito.
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