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Hombres buenos
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Hombres buenos

Actualizado 09/03/2018
Catalina García García-Herreros

Hombres buenos | Imagen 1

Se sentaba a mi lado y me cuidaba las fiebres. En aquel tiempo yo tenía siete años y tenía mucho dolor de cabeza por causa de una gripe extendida, de estornudo en estornudo, por todas las gargantas del colegio. Me quedaba dormida escuchando el cuento que me estaba leyendo y, de pronto, me despertaba asustada pero él seguía ahí, cabeceando sobre la sillita de las muñecas, cabeceando de agotamiento pero cuidándome y cerciorándose de que yo seguía respirando. Algunos años más tarde, cuando yo ya sabía hacer sola mis deberes, se apoyó en el marco de la puerta de mi habitación y me dijo que tenía que hablar conmigo de algo muy importante. Entonces se sentó haciendo equilibrios sobre la misma sillita de marras y me dijo que mi madre había tomado la decisión de cumplir el sueño de su vida, el de hacer su especialización en genética en otra ciudad. Yo, por supuesto, me puse a llorar pues no quería que mi madre se fuera de casa, y creo que estuve llorando varios días hasta que comprendí que mi madre estaba empezando a convertirse en mi primera idea encarnada del héroe. Ella llegaba a casa tarde y cargada de libros y de frascos con muestras de laboratorio, Estudiaba hasta la madrugada repitiendo en voz alta los párrafos que debía memorizar y mi padre la acompañaba leyendo para ella las líneas, preparando el café, hasta que ella aprobó sus exámenes y metió en la maleta muchos kilos de artículos ilustrados con fotos de cromosomas. El día de su partida, mi padre la despidió en aquella estación de autobús sosteniendo a una niña en cada mano y diciéndole a ella que se fuera tranquila, que aquí nos quedábamos bien, que ella tenía que hacer lo que la hiciera feliz. Entonces vi a mi padre lavando nuestra ropa, regando las plantas, encargándose de fregar los platos y de mantener la casa impecable, de despertarnos, a mi hermana y a mí, cada mañana con un beso en la frente. Vi a mi padre peinando a mi hermana y tejiendo trenzas, con sus manos nudosas, en esa cabecita inquieta que siempre pedía que le pusiera lazos de otro color. Cuando mi madre venía a visitarnos, cargada de libros y de frascos de muestras del laboratorio, mi padre la esperaba con un ramo enorme de rosas y una tarjeta que decía «para la genetista más brillante de nuestro mundo». Después se daban prisa por acostarnos temprano y, en mitad de la sala, se invitaban mutuamente a bailar. Yo los escuchaba reír hasta que me quedaba dormida sin darme cuenta, todavía, de que teníamos en casa a un feminista consumado.

Mi padre y yo todavía hablamos mucho. En aquel tiempo, cada vez que pasábamos por un puente, él, que es ingeniero, me explicaba los principios de la flexión y de la resistencia de los materiales y sus historias despertaron en mí una robusta curiosidad por el cálculo, la física, las matemáticas. Cuando quise probar mi primer cigarrillo, mi padre compró una cajetilla para tener en casa y me dijo que él no se opondría a mi decisión y que, por el contrario, la compartiría fumando conmigo para que yo no tuviera que hacerlo a escondidas. Solo pude con dos cigarrillos y medio, pues detestaba ese olor a cosa quemada enrollado entre mis dedos, y un mes después mi padre se deshizo del resto, pues a él tampoco le gustaba fumar. Cuando decidí estudiar física a él le pareció una idea estupenda y me regaló un libro que se llamaba física para poetas. Cuando le dije que quería estudiar literatura en la esquina opuesta del mundo, me miró con un orgullo recién inventado solo para nosotros y él mismo me llevó al aeropuerto.

Mi padre suele contarme esa historia que a él tanto le gusta, esa de cuando él tenía seis o siete años y fue a pedirle a su madre, mi abuela Catalina, que le pusiera un botón en la camisa. Me dice que su padre, mi abuelo Maximino, lo llamó con vozarrón de hombre barbado y le dijo «póngalo usted». Ellos se hablaban de usted, con la firmeza propia de los tiempos, y mi padre, que era un niño, cogió la aguja entre los dedos y se pinchó todas las yemas hasta que logró amarrar el botón tres o cuatro centímetros más lejos del ojal. Entonces le llevó la camisa a su padre y mi abuelo le dijo «bien hecho. El botón está muy mal puesto pero lo puso usted». Me cuenta mi padre que su padre le dijo que su madre, mi abuela Catalina, una profesora de instituto en Cartagena de Indias por los años cincuenta, tenía cosas más importantes que hacer como para estar poniendo botones. Mi padre aprendió de su padre a ser un feminista. Y en aquellos días en los que se ocupó de cuidarnos a mi hermana y a mí para que mi madre se convirtiera en la científica que soñaba ser, mi padre me enseñó que, en días como ayer, cuando las mujeres salimos a la calle a pedir que nos paguen, que nos vean y que sepan que valemos, también los estamos celebrando a ellos, a los hombres buenos que nos han peinado y cuidado las fiebres. A los hombres sabios que saben coser sus botones. A esos muchísimos que están por todas partes con su hombría y su entereza, con su fuerza y su ternura barbada. A todos esos amigos y esposos y novios y jefes y empleados y alumnos y sastres y panaderos y enfermeros y pilotos que también cocinan y hacen la cama y planchan su ropa y cuidan sus plantas. Y que saben mirarnos como nosotras a ellos, con ese respeto nítido del que sabe que está viendo a uno de los suyos, tan amoroso, tan lúcida, tan capaz.

(Salamanca, 9 de marzo de 2018)

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