El escritor Juan Carlos Martín Cobano escribe sobre la reciente obra publicada por el poeta peruano-salmantino, tres textos traducidos a doce idiomas
Ha terminado el año 2017. Se cumplían quinientos años del inicio de un movimiento de Reforma en la cristiandad europea que cambió el mundo y que sigue afectando a la manera de entender a Dios, la fe y la Revelación en millones de personas, fundamentalmente porque consiste en desarmar todos los andamiajes propios de las estructuras de poder, de las tradiciones, de los principios espurios de autoridad, de la usurpación de honores que solo al Creador corresponden, para, libres de intermediarios impuestos o adquiridos, retomar la relación directa con el Padre, precioso privilegio de la gracia, de gracia, de gratia, gratis, pero a precio de la sangre del Cordero. Redescubrir ese regalo bien podía costar la persecución, el destierro o la muerte, valía la pena.
Lamentablemente, no tardaron mucho los reformadores en reconstruir sus propias versiones de aquellos andamiajes que tanto costó derribar, volviendo a tapar con religión humana la presencia del de "las manos mendigas, galileo antes y ahora". Por eso decimos adiós a ese quinto centenario sin demasiada pena, porque entendemos la urgencia de lo que tenemos delante: incesantes ráfagas de reforma.
La frase de los reformadores era Ecclesia reformata Semper reformanda, secundum Verbum Dei. Y ahí estamos. Por eso el primer poema comienza "entre el ayer y el hoy" y termina "antes y ahora". Miramos al pasado, pero nuestra misión está en el presente.
RÁFAGA DE REFORMA
Entre el ayer y el hoy
unas centurias de
sol cegante,
seguidas de mortajas
en el cielo.
Me obsequiaron trajes
que no estrené.
Me leyeron leyes
inverosímiles.
Me mostraron hogueras
para intimidar.
En círculos cerrados
fui llamado
ráfaga de reforma.
Pero yo sólo sigo
al de las manos
mendigas,
galileo antes y ahora.
Pérez Alencart tiene algo que decir en este libro publicado en Chile por Hebel Ediciones; celebra una ráfaga antigua, pero construye abanicos (qué digo, aspas de molino gigantesco) con los papeles de sus poemas para remover el aire. Se vale de los traductores para que su ráfaga personal alcance todos los puntos de la Tierra. La ráfaga nos recuerda el mismísimo Espíritu de Dios. Espíritu es pneuma en el griego del Nuevo Testamento, y la traducción griega de este poemario "pnoé metarryzmises" conserva algo de ese espíritu, valga la redundancia. Pero esa misma palabra es ruaj en el hebreo bíblico, y yo quise buscar algo del ruaj Adonai en el título de la traducción. Mi decepción se trocó en sonrisa cómplice cuando descubrí la palabra que había elegido Daniel Najenson para su versión: peretz shal rephorma.
Efectivamente, el traductor, querido Alfredo Pérez, ha elegido el término péretz para volcar tu "ráfaga". Consciente de mis limitaciones con el hebreo, lo busco en los diccionarios, consulto a entendidos, y resulta que esta ráfaga-péretz es también asalto, irrupción (un vocablo tan vivo que hasta sirve para referirse al hackeo, que nosotros hemos tenido que calcar del inglés).
Como Lutero, como tu poema, Pérez, rechazas lo que te obsequiaron, lo que te leyeron, lo que te mostraron para etiquetarte, para desencarnarte de la razón o para intimidarte. La ráfaga se nombra primero "en círculos cerrados", preciosa paradoja; trae aromas a nuevo allí donde huele a viejo; irrumpe, asalta, hace su peretz, allí donde se impone el sofoco, el boquear de los peces en tierra que saben del mar. Pasando de trajes, leyes y hogueras, hay que seguir, pues no se trata de etiquetas ni círculos de poder, sino de camino, el que mostró el galileo de las manos mendigas. Ahí estamos, yo Martín y usted Pérez.
LOS FARISEOS, SIEMPRE LOS FARISEOS
(a la luz de Mateo 23)
Chillidos, desmesuras
afilando sus lenguas, delirios
exigiendo pureza,
acosando?
Voraces, cual marabunta,
irían hasta contra el Amado
que nos regó
una nutriente gota
de alegría
y una grande dosis de esperanza.
Tras sus aspavientos,
no aceptan paz
los embravecidos.
No aceptan otro sonsonete
que el raquítico catecismo
con el que los acomodaron.
Los fariseos,
siempre los fariseos.
En su día surgieron también como ráfaga de reforma del judaísmo: los fariseos. Nobles intenciones al principio, corrompidas hasta convertirse en lo opuesto a su inicial voluntad. Es necesario recordarlo. Los fariseos, salvadores de la fe en el Altísimo, acabaron siendo enemigos de la vida encarnada del propio Yahvé. Se constituyeron para agradar a Dios, mas pasaron al imaginario colectivo como definición de religiosidad meticulosa, hipócrita, acusadora y desgraciada. Parecen cosa del pasado, pero el poema comienza con trío de gerundios que nos los presenta como algo muy presente y activo. Su estridencia hiriente se alimenta de exigir la rectitud, con medida propia, del otro. Pequeños como insectos, pero voraces como la marabunta, vampirizan todo vestigio de disfrute de lo divino, de todo lo que el Amado galileo entrega como nutriente, alegría y esperanza. Se alimentan de ese pútrido néctar que rezuma cuando han conseguido corromper y aplastar la alegría y la esperanza. Un solo verbo se repite en el poema: "aceptar", en su forma negativa, "no aceptan". Quieren atrancar las puertas, cerrar los círculos, pero nada podrán contra las ráfagas del ruaj ni del peretz de Dios. El suyo no es un himno, sino un sonsonete; su guía no es la Revelación de Dios, sino un raquítico catecismo. Con apellido judío, con apellido católico, con apellido protestante? los fariseos, siempre los fariseos.
EL TRADUCTOR
(Casiodoro de Reina)
Esbelto el idioma
que nos informa del Mensaje
que primero otros
recibieron lejos de aquí.
Entonces tú, acosado
por propios y extraños,
traducías para que entendiéramos
que Dios no es ningún
madero.
Ésa la semilla
que los inquisidores buscaban
prohibir.
Pero hoy leo las Escrituras
en tu esbelto castellano
y así recomienza todo,
para que muchos entiendan
y nada
alcance a envejecer.
Pero el tercer poema nos hace erguirnos: "esbelto" es su primera palabra.
El traductor es Casiodoro de Reina, a quien debemos la versión castellana de la Biblia en el siglo XVI, cuando el atrevimiento de traducir y publicar ese texto podía costarle la vida. Como Lutero, no fue ningún hombre intachable, pero su valor y su entrega nos han dejado una herencia que el propio Menéndez Pelayo desde su antiguo rencor o el actual Muñoz Molina desde su hambre de belleza catalogan como tesoro inigualable.
En este poema a de Reina deberíamos incluir al burgalés Francisco de Enzinas, primer traductor del Nuevo Testamento a nuestra lengua, y gran influencia en Casiodoro. Ha quedado también el nombre de Valera, pero Cipriano de Valera aportó más bien poco al texto final. Su labor fue acicalar esta Biblia para que entrase mejor en los círculos calvinistas, donde él tenía cierto predicamento y de Reina no era muy bien visto (no tuvo pocos problemas nuestro traductor entre sus nuevos hermanos).
No obstante, sin esta intervención logística de Valera tal vez no tendríamos hoy más que raros ejemplares testimoniales, así que: gracias. Hay muchos más nombres dignos de mención en esa tarea, pero no es este el lugar donde recordarlos. Ahora bien, este libro, con abrumadora mayoría de páginas traducidas, me parece en sí mismo un homenaje al traductor. Y eso se agradece.
El traductor es siempre vencedor, porque siembra semilla garantizada en terrenos nuevos. Toda lengua es terreno fértil en campos de pueblos abonados. El traductor es humilde, reconoce la grandeza de las lenguas y la imposibilidad de calzar sin rozaduras sus mensajes. El traductor es humilde, qué remedio, porque no crea del todo, es embajador y no rey. Pero recibe los ataques de los enemigos del reino.
El traductor se confiesa a veces inevitable traidor, pero también se sabe siempre valioso traedor, en este caso de la Revelación. El traductor es humilde porque no revela, pero devela lo ya revelado. El traductor es humilde porque conoce que el poder de la vida está en la semilla que porta, simiente que no ha creado él mismo.
El traductor es humilde porque conoce que su mensaje transportado no envejecerá, pues sabe que lleva vida. Pero él sí envejece, por eso necesita que alguien lo recuerde. El traductor es humilde, insisto, porque no es autor. El traductor no recibirá medallas, pero sí los ataques que no puedan dirigir contra el autor ausente (u omnipresente pero invisible). Mucho lo perseguirán, al traductor, pero quizás años, siglos, después un poeta lo alabe y recuerde que su semilla acaba en posición de esbeltez, como el trigo. Entonces, el traductor, tal vez ya no tan humilde, piensa que quinientos años no son nada, que la gratitud del poeta es mucho, y él mismo dice: gracias, poeta peretz.
Juan Carlos Martín Cobano
XIV Encuentro 'Los poetas y Dios'
Toral de los Guzmanes, 12 de enero de 2018