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Viva o povo brasileiro
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Viva o povo brasileiro

Actualizado 18/12/2017
Lorenzo M. Bujosa Vadell

Salió el sol en el océano como del agua nace la existencia, refulgente. Brillaron las olas que golpean el Cabo Blanco, mordiendo la roca que se deshace poco a poco. Bien pronto se elevó en el horizonte y la iluminación ya fue completa en el trópico. No quedó luego sombra alguna. Para qué, si en estos lugares cálidos la vida se vive fuera, sin más aspavientos que aquellos traídos por la capoeira, el forró y la samba.

Hace años que los holandeses dominaron frágilmente estas costas irregulares e imitaron como pudieron sus canales y puentes familiares, en una mezcolanza austral inverosímil. Hasta los franceses ansiaron dominar estas amplitudes, con más voluntad que efecto. Pero volvieron los portugueses y arraigaron aquí su lengua, sus azulejos y su hospitalaria ceremonia, que recibió sin embargo a la fuerza y tras distante travesía a los hijos de Yemanjá, traficados como gallinas.

Como hijos de la tierra esperaban los hablantes de la lengua general, que iba a entrelazarse con entonaciones lusitanas para forjar nuevos acentos y nuevas facciones en el fértil mestizaje que deslumbró a Miguel Torga y le reconcilió un tanto con las hazañas de su pueblo.

Hasta el Príncipe de Beira, nacido en Queluz -otra fulgurante tierra cuando las nubes permiten que luzca el sol-, se mudó con la Corte toda a las riberas lejanas, y allí se hizo emperador de la vastedad sin límites y de las tensiones imperecederas. La promiscuidad prominente hizo el resto. Pero lejos de crear un continente bastardo, lo pobló de sonrisas y sagacidad, y con ellas se enraizó la picaresca y, como en tantos otros lugares, la corrupción se hizo epidemia.

Ahora está en un camerino del Teatro Amazonas el protagonista de una inverosímil Tannhäuser que en unos minutos se pondrá en escena ante setecientos y un espectadores que huyen de la calidez de la tarde bajo la cúpula multicolor de una bella anomalía de la civilización en medio de la más espesa selva.

En Ipanema un grupo de jóvenes con breves vestimentas salen de la playa, sus pieles doradas, dispuestos a continuar los cortejos alborotados en una de las terrazas de Viera Souto, mientras enfrente la sombra esplendorosa de los brazos abiertos ya acaricia el amplio empedrado portugués.

En ese mismo momento en Barra Funda están siendo juzgados varios policías militares y en un barrio lejano de Belo Horizonte un joven mulato asalta a mano armada a una pareja incauta que se entretuvo, no se sabe bien dónde ni haciendo qué.

Más pronto que otras veces, Luiz Henrique sale de su trabajo hacia casa con una ligera melancolía, porque ha estado demasiadas horas sin ver a las razones de su felicidad. Llega Dennis a la Universidad Federal de Pará a dar sus clases de Derecho del Consumo. También Daniel acude a las aulas de su Facultad de Derecho en Porto Alegre para mostrar los caminos inextricables del precedente judicial. Y Camilo va con un grupo de ayudantes a tomarse una cerveza artesanal bien merecida. Homero está en Porto Feliz armando la estructura de su nuevo libro.

Vendrá la noche, y vendrán más días, más brisas y más calores, se perderán más mundiales, tal vez de manera humillante. Habrá más terremotos financieros y políticos, quizás para compensar que Dios apartó de aquí las placas tectónicas. Aunque habrá penas en esta parte exuberante del mundo y la necesidad acosará a amplias multitudes, siempre nos quedarán las ganas de regresar a estos retazos del viejo paraíso.

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