Supongo que ustedes ya lo saben; pero en muchos aspectos Londres es una de las ciudades más agobiantes del mundo.
Para empezar, el acceso a ella resulta laborioso, a pesar de contar con seis aeropuertos a su servicio. Sin ir más lejos, esta misma semana el transporte en autobús entre la terminal de Standsted y la zona nada periférica de Earl's Court me llevó tanto tiempo como el vuelo entre Madrid y la capital británica. Eso, sin hablar del coste de los desplazamientos.
Es que Londres es una ciudad abigarrada, no apta para la gente con problemas; probablemente se trate de una de las urbes con menos accesibilidad de Europa. Si usted tiene familiares en silla de ruedas o niños con cochecito, más vale que se queden en casa porque casi no hay metros con ascensores ni escaleras mecánicas, dada su antigüedad, y el tráfico de superficie es de una lentitud exasperante.
Lo mismo, lo de la accesibilidad, cabe decir para los váteres de bares y restaurantes, situados muchas veces en un piso superior o inferior con simples escaleras de madera, y estrechas, en muchas ocasiones.
Se trata de una constante de los servicios públicos, anclados muchas veces en el Siglo XIX, cuando el Reino Unido representaba la sociedad más avanzada de la época. No hay más que ver la red viaria, con bucólicas carreteras nacionales de una estrechez que apenas si permiten cruzarte con otro vehículo sin salirte de la calzada.
Esa falta de adaptación se percibe también en la recogida de las basuras urbanas en una ciudad sin contenedores. Los empleados de la limpieza retiran de los sótanos o de las entradas de las casas simples bolsas de plástico que quedan sobre la acera, haga frío o calor, llueva o granice, hasta que tiempo después lleguen los arcaicos camiones municipales a transportarlas. ¡Ah! Antes de que se me olvide: la única discriminación de residuos es entre reciclables y no reciclables, sin más distinción.
En este somero repaso, les ahorro también el funcionamiento de la sanidad pública: aunque efectivo, el personal no tiene ni de lejos la cualificación que en España y las colas y las demoras no resultan nada envidiables.
Lo dejo aquí, con una última reflexión: si tuviésemos en nuestro país todas estas limitaciones, ¿no pondríamos el grito en el cielo? Seguramente, sí; pero los británicos, admirables en tantas otras cosas, también tienen una paciencia extraordinaria que uno no sabe si es por simple conformidad o por fatalismo.
Enrique Arias Vega
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