Este año participo activamente en la organización del Pequebasket, una reunión mensual promovida por la Delegación Provincial en la que chicos y chicas de entre 5 y 7 años disfrutan de sus primeros partidos de baloncesto organizado, en cancha completa, con árbitros y un compañero que, al igual que ellos, se presenta uniformado, aunque de distinto color. De esta manera, los pequeños empiezan a familiarizarse con las reglas más básicas (dimensiones del campo, alternancia de posesiones, la necesidad de botar para desplazarse con el balón), las normas no escritas (hay que dar la mano al rival al terminar el partido o dirigirse con respeto al árbitro) y también con los códigos implícitos del deporte.
En el Pequebasket la ausencia de resultado lo mediatiza todo. Fallar no es ningún problema si hay una voluntad consciente de intentar hacer "bien" las cosas, tal y como entre semana les indican los entrenadores. Nadie en el pabellón concibe al equipo que viste de distinto color como un adversario al que derrotar, sino como un bien necesario que posibilita la contienda. La edad de los chicos también es un factor corrector de las actitudes de los adultos. Todos los comportamientos que llevan a cabo se explican desde la falta de una conciencia preclara y, sus fallos, por las escasas aptitudes psicomotrices aún desarrolladas.
No es raro que los entrenadores animen a "rivales" a llevar a cabo determinadas acciones, aunque puedan suponer una anotación en contra o que los padres aplaudan indistintamente las canastas de unos y otros, celebrando esa suerte de bautismo que supone meter los dos primeros puntos de una, ojalá, larga carrera.
Pero resulta que estos niños y niñas cumplen ocho años y todo lo que les queda es jugar la liga benjamín, una maqueta a escala de las competiciones profesionales, aunque sin concentraciones en hoteles ni viajes en avión. Una liga con todos los ingredientes: un calendario jornada a jornada, una clasificación, un árbitro en cada partido y un oficial de mesa tomando nota y dando fe del marcador.
Ahora el jugador bueno del rival ya no es un niño simpático, sino un chulo que debería estar disputando una categoría superior. Ya no hay objetivos compartidos o comunitarios; el jugador rival ya no es un miembro de la misma gens, sino el próximo caudillo de la tribu rival y el árbitro un Salomón que actúa, desafiando todas las leyes de la lógica, siempre en contra de ambos bandos.
Y llegan a cadetes y a juniors, ya no te digo si pueden ser profesionales. Y entonces solo hay adolescentes o adultos comparando sus competencias y habilidades en la actividad, en este caso baloncesto, que han convenido. Llegados a este punto empiezan a diluirse las originales intenciones pedagógicas del deporte, los principios morales que anteponen los medios a los fines e, incluso, las nociones más básicas de respeto al adversario que es inferior. Lo comprobé el pasado sábado, pocas horas después del Pequebasket, acudiendo con un equipo muy mermado a jugar en Valladolid.
Finalizo dejando constancia de mi gusto por la agonística y la competición, necesarias para inducir un ejercicio concentrado y apasionado del deporte, pero sembrando, al mismo tiempo de dudas por todo ese camino que conduce al profesionalismo y que, a cambio de dos o tres estrellas, produce muchos individuos frustrados o soberbios, demasiados residuos intergalácticos.
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