Entréme donde no supe, / y quedéme no sabiendo, / toda ciencia trascendiendo. / Yo no supe dónde estaba, / pero, cuando allí me vi, / sin saber dónde me estaba, / grandes cosas entendí; / no diré lo que sentí, / que me quedé no sabiendo / toda ciencia tra
Vivimos en un mundo donde todo parece estar al alcance de un clic, un nuevo morador electrónico está amaneciendo en nuestra sociedad, es el homo digitalis. Las sociedades se han dinamizado con las nuevas tecnologías y redes de información, transformando el concepto de tiempo y espacio u produciendo nuevas formas de organizar las interacciones de los individuos. Ese nuevo hombre digitalizado, está cambiando el átomo por el bit y abierto a un mundo ilimitado de los foros y las redes, le permite reconstruir su yo y dotarlo de nuevas facetas, reales o inventadas. Esta mutación del sapiens al digitalis, se está reproduciendo de forma exponencial, transformando sus hábitos de vida, de consumo, de ocio, de relación, de forma de estar en el mundo.
Este nuevo hombre conforma el enjambre digital. Toda una serie de individuos aislados se funden en una unidad sin perfil propio, viven sin un espacio material para poder concentrarse, una multitud sin interioridad, una muchedumbre anónima sin alma y sin espíritu. El individuo aislado y solitario ante su monitor, interactúa con otros, pero impide en su aislamiento cualquier acción común para cuestionar cualquier orden y realidad. Yuxtaponiendo su soledad en el enjambre, vive en un fuerte idiotismo, perdiendo libertad y capacidad de decidir por sí, aun creyéndose libre. En estas condiciones, la sociedad está inmersa en una decadencia general de lo común y lo comunitario. Desaparece la solidaridad y la privatización se impone hasta en el alma del ser.
La comunicación digital y el ruido comunicativo, destruye el silencio y la necesidad del alma para pensar, meditar, vivir y ser ella misma. La creatividad se está agotando entre bit y pantallas y ante la pasividad del nuevo paradigma del rendimiento, también la posibilidad de soñar. No hay posibilidad de trascender, de ir más allá y de buscar nuevas ideas, para hacer del nuestro mundo un espacio más habitable y justo. Este nuevo modo de vida, seductor, consumista, de luces de neón, de regalos y comida, de navidades prematuras, provocan un descentramiento del hombre, olvidándose de lo que realmente quiere y necesita, provocando una profunda insatisfacción. Las ciudades se convierten en catedrales del consumo, grandes centros de diversión, envueltos en el celofán de escenarios mágicos y encantados, iluminando emocionalmente felicidad efímera de consumo compulsivo. Es la enfermedad del cansancio, ante el vacío existencial, todo va perdiendo sentido.
Debemos de sacar del cuerpo ese cansancio existencial para recuperar un tiempo de silencio, volver a ese estado del corazón, a ese espacio de libertad encontrada y conectar con esos sueños de ser mejor persona, más feliz. El silencio es el lugar de la apertura, en el hombre sale de sí mismo, de su narcisismo y de sus angustias, abriéndose al otro y al mundo. El individuo necesita encontrarse más profundamente con él mismo y buscar el silencio. En la hondura del corazón, el hombre digital tiene soledad, pero no silencio. Quiere buscar un corazón fresco y verdadero, más humano y menos máquina, para acercarte a lo más íntimo de su ser y sentirse habitado por ese misterio que le transciende y le lleva a la verdadera felicidad.
Los cristianos vivimos en estos días un tiempo de espera y de preparación, tiempo especial y oportuno para habitar en el silencio y "preñarse" de Dios, fuente de sentido y de la verdadera felicidad. Es un tiempo, dejarse habitar por esa realidad que nos trasforma, por una sinfonía callada que fluye como manantial sereno desde el silencio. Con los ojos del corazón silente, es necesario mirar con ternura las heridas del mundo y de tantos hombres y mujeres que sufren, abajarnos con Dios y aliviar opresiones, creando espacios de paz y justicia. Desde la lentitud del silencio se puede vivir ese tiempo de Adviento, un tiempo para la esperanza y para abajarse hacia los más necesitados, para preparar a ese Dios que nos habita y quiso hacerse cercano entre nosotros. Es un tiempo para lo pequeño y lo sencillo, como una mirada, una sonrisa, una palabra, un golpe de corazón ante tanta necesidad, un minuto dado, un gesto inesperado de cercanía, una oración en la hondura y el silencio. Desde lo humilde de nuestra cotidianidad, en medio de la espera y la esperanza, gritamos con hambre y sed de justicia divina, a pesar de contradicciones del mundo y de nuestra existencia: ¡Maranatha, ven Señor Jesús!.
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