La Transición tuvo sus hipotecas, no pocas, que hubo que pagar en aras de un bien superior: el regreso de la democracia a España, tras cuarenta años de dictadura; no hay que olvidarlo si queremos ser justos. Entre las hipotecas se encuentra el llamado cupo vasco y navarro, o si quieren para ser más precisos, el concierto económico, consecuencia de los llamados derechos históricos que proceden del siglo XIX, y que aparecen reflejados en la Constitución, de ahí su obligatoriedad mientras no se cambie.
El tema no ha dejado de estar presente a lo largo de estas décadas, no es de hoy ni de ayer, el malestar viene de muy lejos. ¿Derechos históricos?, hasta el punto de que el dictador Francisco Franco los mantuvo para Navarra y Álava (no para las otras dos provincias vascas por "traidoras"), pero ¿era necesario que en una democracia de nueva planta como la de 1978 se asumieran privilegios para dos regiones españolas, como si las demás fueran inferiores? Democráticamente, y desde la perspectiva del llamado Estado de Derecho, no hay por donde cogerlo: ante la ley todos somos iguales, los territorios también, no hay ciudadanos de primera y de segunda. ,
Los independentistas catalanes, en un momento determinado del inicio del Procés quisieron para sí el chollo vasco-navarro. No es extraño, no son tontos, pero hay que recordar que cuando se aprobó la Constitución (apoyada en Cataluña por la inmensa mayoría de los ciudadanos, cosa que no ocurrió en el País Vasco), Convergencia, o sea, Jordi Pujol, tuvo a su alcance un pacto similar, pero no quiso, conviene recordarlo.
La clave del mantenimiento del privilegio tuvo dos fundamentos: que el PNV apoyase la Constitución y la lucha contra el terrorismo, en el sobrentendido de que los vascos entenderían que les convenía España como buen negocio, exorcizando el peligro secesionista. Y ciertamente ha funcionado la cosa porque, mal que bien, el independentismo ha estado embridado allí. Pero los hechos son los hechos: el País Vasco y Navarra son dos comunidades que, además de por méritos propios, han sacado y sacan buena tajada de su sistema privilegiado, y los datos económicos están ahí, y no admiten contestación. Encabezan los rankings de bienestar y servicios sociales en España.
El sistema, por si no lo conocen, es bien sencillo. A diferencia del resto de España, vascos y navarros recaudan y administran sus impuestos, y para compensar los servicios que reciben del Estado español pagan todos los años una cantidad, y a esto es a lo que se llama "el cupo" y que algunos vitriólicos críticos han dado en denominar "el cuponazo", subrayando su condición de chollo. Porque al final resulta, y esta es la clave, que reciben más de lo que dan. El cupo no es en consecuencia un ajuste de cuentas razonable, sino que de él se desprende el mayor privilegio de todos para, no lo olvidemos, dos de las regiones más ricas de España. Razón de ser de fondo: el apoyo del PNV a los sucesivos gobiernos españoles, el de ahora y los anteriores.
Con lo cual se constata, una vez más, que la llamada organización territorial del Estado en nuestra Constitución requiere un abordaje en profundidad y urgente. No ya para evitar el independentismo, sino para establecer un sistema justo de relaciones entre Estado y comunidades autónomas, que tiene en la solidaridad una de sus vigas maestras. Todo lo contrario de la praxis política habitual, que consiste en tapar goteras. En el caso que nos ocupa sería que el cupo, lo que pagan Navarra y País Vasco, fuese una cifra justa en relación a los servicios estatales que reciben. Pero habría que ir más allá: es cuestión de justicia, no solo de conveniencia política, convirtiendo a España en un cambalache de feria.
No olvidemos que España forma parte de la Unión Europea y que los principios fiscales de esta, no van por lo de privilegios para ciertos territorios. ¿Solución? Un Estado federal serio, como el alemán, que en modo alguno atenta contra la unidad pero respeta al tiempo la diversidad territorial, y no una chapuza como el Estado autonómico español, del que ha sacado buen provecho una clase política mediocre. El federalismo es igualdad, y este es el problema, de ahí el miedo que le tienen los nacionalistas, a quienes solo les importa subrayar su diferencia y superioridad respecto del resto de territorios. Pero nada del llamado federalismo asimétrico, que algunos defienden contraviniendo y contradiciendo su propia esencia, para perpetuar las diferencias de ciertas comunidades o regiones, porque, ya saben, ellos son distintos y al final la pela es la pela.
Marta FERREIRA
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