El día de Todos los Santos los cementerios de nuestros pueblos y ciudades se llenaron de familiares que iban a visitar a sus muertos. Nada raro, todo normal; es la tradición, y al margen de los sentimientos religiosos que muevan a cada uno, debemos cuidar sus sepulturas y consuela el hecho de hacerles una visita.
Lo que me llamó la atención es que cada año son más los cementerios en los que se organizan conciertos, teatros u otros actos lúdicos en ese día. Dicen los promotores que para que los visitantes se relajen y no sufran tanto como sufren, pero en un país en el que al ocio lo llamamos cultura y cultura a cualquier cosa que sirva para aborregar a las masas, o mal anda mi pituitaria, o esto huele a negocio.
Cuando el 1 de noviembre vamos al cementerio, el dolor de perder a un ser querido, gracias al paso del tiempo, ya ha perdido intensidad, y aunque queda muy bien eso de decir que recordar es volver a vivir todos sabemos que no es igual afortunadamente. Pero en el caso de que la muerte fuera reciente, que fuera de esas separaciones que marcan para siempre, que todavía no se hubiera asimilado la pérdida, más que para serenatas, se estaría para silencios.
Sea como sea, sin que esto signifique que cada cual no lleve su procesión por dentro, lo cierto es que en los cementerios ese día, más que escenas desgarradoras, se ven familiares alrededor de las tumbas que hablan serenamente, amigos que se saludan cordialmente y conocidos que se dan cuenta de su vida y milagros con absoluta tranquilidad.
Por lo tanto no me parece a mí que esto tenga solo fines terapéuticos.
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