En el salón, o puede que sea en Londres, pierde el Madrid. Al parecer atraviesa una crisis de diagnóstico incierto sin fecha concreta de retorno. En algún momento de mi infancia esto hubiera supuesto un cierto nerviosismo, tal vez, incluso, algún desvelo o falta ocasional de apetito. En el colegio, al día siguiente, hubiera tenido que echar mano de las seis, ahora doce, copas de Europa (ahora Champions League) o cambiar de tema aprovechando que la chica más guapa de la clase estrenaba camiseta o que al tutor se le había visto hablando con la profesora de inglés en privado.
Ahora me importa una puta mierda. Si sigo afiliado a unos colores es porque de algo hay que vivir, no se crean. Por eso es posible que fuera independentista en Cataluña o en Escocia, pirata en alta mar y fiel seguidor de Lawrence de Arabia en el desierto jordano. La asimilación de unos colores, del ideario de un club, de toda su historia en bloque, sin filtrar los episodios oscuros, las noches vergonzantes, es un disparate a la altura de los dogmas religiosos, el fenómeno fan en la música Pop o en el cine o la fe que depositamos en el valor de unos cuantos billetes y monedas para que el sistema se mantenga en pie y no tengamos que arreglarnos a palos. Soy del Madrid por la conjunción de un espíritu gregario y la afición de mi hermano al club de Chamartín. Soy de los Celtics porque vi a un jugador que me gustó y resulta que vestía de verde. Me gusta una chica (o le gusto a una chica, no me denuncien tan pronto) porque, por alguna suerte de reacción químico-hormonal dejo de ver sus, estadisticamente, numerosos defectos.
Y está bien que sea así. Tanto que echo de menos aquellos debates encarnizados con los compañeros del Barcelona y su ciega pasión por Stoichkov, o su ira hacia Figo cuando tomó el puente aéreo. Y la pasión con la que celebraba los goles o me desesperaba ante la injusticia arbitral. Y las numerosas veces que me enamoraba como un pringao de una chica cualquiera en la calle, y le ponía nombre, y le inventaba un pasado y, mejor aún, una noche a solas o una vida juntos. Sin embargo, ahora me da igual cómo haya acabado el Madrid.
Tanto que solo apuro los minutos que me quedan para poner el punto y final a esta columna y cumplir con una nueva obligación, esta que me saqué de la manga hace dos años y pico para dar sentido a mis horas y que hoy, en víspera del día de difuntos, me sirve para recordar que sí, que de algo hay que vivir y que, joder, hay que usar más a Asensio y Lucas Vázquez, y juntar las líneas, y apretar más arriba. Que somos el Madrid y tenemos que demostrarlo. ¡Coño!
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