Todas las mañanas, un rito, bajo de mi casa, me acerco a uno de los dos quioscos cercanos y compro la prensa. Sigue el rito. Elijo alguna de las terrazas cercanas y pido un café con leche y tres churros. Acto seguido enciendo el primer pitillo (prohibido) y hojeo el País. Lo leo, de algunos años para acá, con creciente irritación. Se me asoman, desde sus páginas, los rostros de un glamuroso Vargas Llosa, de un rencoroso Felipe González, de un Javier Marías hablando desde el Olimpo y de unas editoriales escritas al dictado del Ibex 35. No lo compro por gusto. Resulta que estoy suscrito y siempre se me olvida cancelar la suscripción. Mía es la culpa, la santísima culpa. Pues bien, en una de esas terrazas, el camarero me saluda y yo le saludo y nos echamos alguna parrafada. El caso es que le veo trajinando a las diez de la mañana y sigo viéndolo a las ocho de la tarde. Se lo hice notar. "Sí, hago 60 horas semanales", fue su respuesta. "¿Me puedes decir lo que ganas?" "Setecientos cincuenta" "¿Tienes familia?" "Si no la tuviera ya me habría ido de Madrid" No es mi propósito hacer demagogia contando tal anécdota. Como él, en el barrio en el que vivo, son casi todos. Duran unos meses y desaparecen y llegan otros y vuelven a desaparecer, españoles e inmigrantes de todos los países. La otra cara de la moneda. Un barrio de ejecutivos de medio pelo, de comerciales entusiastas, de maduros acomodados, ellos y ellas vestidos "casual style", de "yogurtines" con cincuenta euros en el bolsillo y ancianos paseando del brazo de alguna ecuatoriana. Un barrio, en estos días aciagos, engalanado con la roja y gualda hasta la saciedad. Un barrio altanero, de un "quiero y no puedo", marbellí y, como mucho, ibicenco. Lo que se dice, un barrio "plasticoso". Cada quince días, los madridistas invaden los aledaños de la catedral. Algunos, los hinchas, los forofos, entonan cánticos iluminados por las bengalas y el botellón. Orinan por doquier y, en alguna ocasión entonan el Cara al Sol. Un distrito de Madrid en el que reina a sus anchas la post verdad. En el VIPS los libros más vendidos son los de Pío Moa ("La democracia viene del franquismo") y Pérez Reverte ("Sangre, sexo y espías en la Medina"). Un feudo en el que la "Marca España" deviene en artículo de fe y Albert Rivera en su profeta. Un año y pico atrás se veía en la Tertulia al pequeño Nicolás departiendo? ¡Una gran pérdida! No preocuparse, otros jóvenes emprendedores ya tomaron el relevo. También se ve por aquí a algún periodista famosillo sacando dinero de un cajero y del bracete de alguna esplendorosa mulata. En fin, un barrio divertido hasta decir basta. Perdón, mi discurso se desvía. No quería hablar del barrio. Quería hablar de la verdad. Quería hablar de la verdad de ese camarero y de ese casi treinta por ciento de españoles pobres, incluidos los catalanes. Aclaro, de catalanes pobres, ya que los ricos han puesto pies en polvorosa y a buen recaudo sus activos. Mas bien un pellizco, ya que el grueso lo tendrán depositado en algún paraíso fiscal. "¡La pela es la pela!". De la derecha no hablo. Ellos siguiendo a porfía, al pie de la letra, el mensaje evangélico: "Y al que tiene se le dará más, pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará". Ellos son los reyes de la post verdad. ¿Y la izquierda? La izquierda da pena. Los históricos se quedaron con dos letras la "P" y la "E". La "S" y la "O" hace tiempo se cayeron. Tanto da. La post verdad vuelve a triunfar cuando enardecidos cantan la "Internacional". Vuelvo a divagar. Tiempos vocingleros nos toca vivir. Tiempos de sesudos manifiestos académicos y abisales análisis políticos. El "imperio de la ley" sirve para todo. Sirve para dejar a algunos refocilándose en Suiza y a otros en Soto del Real. Ya lo decía Discépolo, allá por los treinta: "Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador ¡Todo es igual, nada es mejor!" ¡Qué viva la post verdad!
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