Quienes hemos nacido en el País Vasco y hace tiempo que decidimos vivir fuera de él conocemos de primera mano la ruptura social e incluso familiar que conlleva el extremismo nacionalista. Dos generaciones han vivido con la consigna de que el silencio era el mejor antídoto para evitar hasta rompimientos y disoluciones conyugales.
Recuerdo, en aquel contexto, el estupor de una hija mía adolescente, llegada a Bilbao tras una larga estancia en el extranjero, cuando, al comentar que le encantaba España, un primo suyo le dijo: "¿Pues qué haces aquí? ¡Vete a España si tanto te gusta!".
Afortunadamente, décadas después, los vascos aprendemos poco a poco a convivir, en base a tantísimo sufrimiento padecido, por unos más que por otros, aceptando al diferente y no considerándole por ello un ser simplemente anormal. Observo ahora, sin embargo, que esa oprobiosa enfermedad contra la que me creía vacunado eclosiona fuertemente en Cataluña, comunidad en la que también he vivido muchísimos años.
Resulta ahora que, mientras he conseguido restañar afectivamente las diferencias ideológicas con gente de mi sangre, voy perdiendo amigos a chorro en Cataluña: o estás conmigo o estás contra mí, parecen decir. ¡Dios mío! ¿Otra vez aquel mantra? ¿No puede uno pensar como le plazca?
Ése es, para mí, uno de los efectos más perversos de cualquier nacionalismo: la exclusión del otro, la consideración del que piensa diferente como un enemigo, la necesidad de acabar con el discrepante.
Se trata de una siniestra y retorcida realidad que espero resulte ser pasajera. Mientras tanto, va dejando sus víctimas. En Cataluña, esas víctimas no lo son de momento físicas, sino morales: se va sembrando la convivencia de antaño con barreras, antagonismos y rencores que quién sabe si se transformarán en algo más.
Por eso, sin que uno los busque, va encontrando ex amigos en cada esquina y mientras sólo sean eso y la cosa no pase a mayores se da por satisfecho, ya que el inmediato futuro no parece que necesariamente vaya a mejorar.
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