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El cielo de Salamanca cabe en las manos
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el apunte de ana pedrero

El cielo de Salamanca cabe en las manos

Actualizado 13/09/2017
Redacción

Antonio Ferrera y Alejandro Talavante han tocado hoy ese cielo donde ondea la Mariseca, ese cielo de torres y campanarios

Cuando viajas en coche desandando la Vía de la Plata, el cielo de Salamanca aparece inmenso, azul, inabarcable tras la luna del coche cuando la ciudad emerge sobre las suaves lomas como un milagro de vida, como una promesa.

Pero el cielo de Salamanca a veces cabe en las manos, se deja acariciar en las tardes de septiembre cuando un torero sale a hombros por la puerta grande de La Glorieta.

Antonio Ferrera y Alejandro Talavante han tocado hoy ese cielo donde ondea la Mariseca, ese cielo de torres y campanarios, ese cielo del último sol cuyo tacto solo conocen los toreros.

Entró por la puerta de la sustitución y salió por la puerta grande de los toreros en estado de gracia, de los que cuando no tienen toro se lo inventan y firman carteles en la arena y construyen sobre la nada una obra de arte tan efímera como eterna.

La torería se llama Antonio Ferrera. El que abría plaza, noble, iba y venía pero nunca terminó de emplearse. Aquí, después del saludo capotero a la verónica, no hubo pitidos a las banderillas que son la bandera de España mientras sonaba El Gato Montés y Ferrera se exponía en un tercer par al hilo de las tablas que calentó a los tendidos desde el minuto cero. Después vinieron los naturales, primero con la izquierda y después con la derecha. Sí, porque tiró la espada a la arena y desprovisto de ayuda dibujó naturales con la diestra echando los vuelos, cadencioso, en una faena a más que finalizó por abajo, tan torero.

Con su segundo, que también se inventó, dictó una lección de lo que es el toreo, de lo que es la torería, el misterio, la exquisitez. La madre que lo parió, bendita sea. Primero las verónicas hondas, profundas, y las medias belmontinas con el capote a la espalda como quien le da la vuelta al mismo aire. Después el galleo hacia el caballo y la caricia de la chicuelina. Y después la faena perfecta, medida, de estampa añeja, oficio y poso. Clásica, de distancias y de tiempos, de total entrega como si a veces tocase ya el cielo de Salamanca en la tierra, la mano baja, el cuerpo abandonado . Y cayó una oreja que se llama orejón, oreja de peso, de ley, orejaza. Juro que a veces en los tendidos tocábamos el cielo.

Talavante tuvo que pasear el purgatorio antes de tocar el cielo con su personal sello vertical y mágico, inspirado, genial. El segundo eran un manso que solo quería huir, dar las buenas tardes y salir por donde había entrado. No es la tónica entre los de García Jiménez, que ha echado una temporada con toros importantísimos, pero tuvo que salir el garbanzo negro en Salamanca.

El extremeño se fue a toriles, pegado a tablas, pero al manso le rechinaba hasta la línea del tercio. Y allí, en el sol, Talavante optó por pasaportarlo después de intentar hacer una faena imposible. Se desquitó en el quinto, el mejor de todo el encierro, con el temple por bandera y el regusto de unas verónicas a pies juntos para después ofrecerse sin trampas en el quite por saltilleras. Inspirado y variado en el inicio de faena, lo mejor vino cuando se puso a torear con la zurda con clase, gusto, empaque, temple y ligazón. Sí, todo eso. Y lo mismo con la diestra. Y la mano baja mientras aquello tomaba altura y ritmo. Mucha altura. Tanta como para tocar el cielo de Salamanca con solo abrir las manos.

Cayetano, tabaco y oro, se las vio con un lote de escasas opciones, sin con el que puso ganas y voluntad y dejó destellos con el capote o sus toreros doblones, pasando las de Caín con los aceros. Vino de tabaco pero se llevó dos toros infumables. Y aquello quedó en humo con dos animales sin apenas resuello ni memoria.

Mientras, los cerrojos de La Glorieta ya caían para dar paso al cielo de Salamanca, que cabe en las manos de Ferrera y Talavante.

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