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Doce ferias sin Alfonso Navalón
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EL CRÍTICO TAURINO QUE MARCÓ UNA ÉPOCA

Doce ferias sin Alfonso Navalón

Actualizado 13/09/2017
Ana Pedrero

Doce años desde aquel 27 de agosto, agosto maldito, aquel tabacazo que te atravesó el pecho. Aquel día acababa la Feria del Puerto, soplaba levante en el mar. Yo había prometido subir a despedirme de ti y no pudo ser, ya todo era silencio

ANA PEDRERO

Rosa, nuestra Rosa, me llamó: acababas de cerrar los ojos, volabas ya más allá de las encinas de El Berrocal, de la linde portuguesa, de las aguas que van a morir al Atlántico, de esa tierra recia y generosa que te abraza para siempre como un capote bordado en labranza y sosiego, al fin la paz.

Salamanca, ingrata y pusilánime, dobló la espalda ante los que mandan y escondió en el cajón de sus asuntos pendientes un minuto de silencio. Ese silencio que se prolonga una eternidad desde el campo charro hasta la arena de La Glorieta. Ese silencio de tu no presencia. Ese minuto que te debe.

Han pasado doce años, doce siglos. Algunas cosas poco han cambiado y las que han cambiado te encabronarían de tal forma que no quiero imaginarme si en el cielo o en el infierno les ha dado por organizarte coloquios de barra libre y noches sin hora. Desaparecieron los periódicos que un día fueron tu trinchera, ahora el fuego navega en chalupas de 140 caracteres en internet que a menudo naufragan en tierra de nadie.

Cayó Barcelona y la sangre de Víctor y de Iván nos ha recordado que en pleno siglo XXI es posible morir por un sueño. Morante ha doblado su capote y Ferrera torea más despacio que nunca, ya no es Ferrari. Pero esto sigue manga por hombro. Lo podrido, podrido está, cada vez más, y poco se aprende desde que dejaras vacante la cá- tedra de tinta y papel; de polémica y poesía, de cántico y castigo, sin herederos que supiesen cargar la pluma de corazón, cojones y conocimiento, aliñando en una prosa prodigiosa las verdades del barquero, hiriendo y acariciando. Pegapases o juntaletras, lo mismo da. Esto sigue manga por hombro. Y al que canta lo sacan de la foto para que no incordie en el exilio.

Doce años. Doce ferias. Doce siglos. Salamanca, mi Salamanca, la que conozco y quiero, se quedó muda, herida de ausencia sin el filo de tu navaja, sin lo inabarcable de tu abrazo, sin el veneno de tu verso. Nadie ha llamado por su nombre, desde entonces, a los días de septiembre; nadie le ha soplado las orejas a la Mariseca; nadie ha viajado hasta el mismo sol para contarnos cómo son los toros allá arriba, encendidos en luz.

Doce años. Doce vidas. De cuando en cuando miro la agenda, ese número que me resisto a borrar 923, prefijo Salamanca. Y me dan ganas de llamar por si respondes crecido en amistad, como te escuchaba desde Cádiz y cerraba los ojos para soñar desde la orilla la piedra dorada de Salamanca, el fuego amoroso de Perico y Ángela, los guisos prodigiosos de Cecilio, las sobremesas, las sobrecenas, el rincón del eterno Julio Robles, nuestra Carmen de pezón a rabo, condesa de la zapatilla y la bata de guatiné para tomar una copa en La Calleja; aquel último paseo junto a las aguas atlánticas, madrugada de poniente en la Rivera del Marisco, la penúltima charla. Estoy cansado, me dijiste entonces. Era abril, cuatro meses antes de aquel agosto. Estoy cansado.

Doce años, doce ferias. Una eternidad para soñarte con el pa- ñuelo impecable en el bolsillo, el cigarrillo en las manos, el pelo repeinado con agua; el aguijón en la lengua, la verdad descarnada, la poesía sin trampa en las teclas de la eterna Olivetti, los toros dibujados a boli sobre la blancura del mantel de papel, el mapamundi de la piel del toro en la palma de tu mano, la sed de agosto, el hambre de los que sueñan, la palabra amasada en el fuego lento de la memoria y de la vida, la boca reseca de miedo junto al ladrillo, las noches sin luna en el campo, el rumor de los bueyes al amanecer, las cosas que los demás no saben contar. Tan alto siempre, tan huracán con viento de Aries y abril, peleón como el vino recio, altivo como la encina que nunca se muere. Y ya eres todo eso: viento que azota y susurra, vino profano, encina rugosa en la tierra, para siempre. Nadie como tú. Después solo silencio, tanto silencio. Orfandad, sed de saber, de aprender, de discutir, de admirar, de reir, de pensar, de hacerme cruces sobre la frente. Y después, nada. Nadie.

Doce años de aquel agosto, aquella voz cada vez más frágil, el pecho atravesado por un puyazo a traición, puto cáncer. Doce años para seguir celebrando tu vida, tu magisterio, tu mala hostia, tu alegría, tu inteligencia, tu pluma de hiel y terciopelo. Nadie antes, nadie después, Alfonso Navalón Grande. Tan grande. Doce años, doce vidas, doce siglos. Salamanca te debe un minuto de su silencio. Y yo te echo de menos cada día.

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