El día 14 de septiembre celebramos la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Una fiesta que no evoca la debilidad sino la fortaleza. La fortaleza cristiana encuentra su verdadera piedra de toque en el misterio de la cruz. Permanece enhiesta la cruz mientras el orbe gira.
A primera vista, la aceptación de la cruz parece una abdicación de la aventura de la humana existencia. Pero el cristiano no se limita a aceptar la cruz. Postrarse ante un instrumento de tortura sería un gesto enfermizo e incomprensible. Pero la mirada del creyente no termina en la cruz.
El cristiano no acepta tanto la cruz de Cristo cuanto al Cristo de la cruz. Volver los ojos a la cruz es hacer memoria del Justo injustamente ajusticiado. Es también evocar la validez de su causa y la respuesta de resurrección y de vida que recibió de los cielos quien a ella se abrazó libremente.
Aceptar la cruz significa proclamar que ella no supuso para el Justo una abdicación, sino el ejercicio de la máxima libertad y fortaleza. Y así ha de ser para los suyos. La memoria del misterio de la crucifixión les libera de la continua tentación del olvido, de la frivolidad y del sinsentido.
Junto al Mártir del Gólgota, la fortaleza cristiana hace memoria de todos los que lo han seguido hasta la muerte y el martirio. Pero tampoco esa memoria es vana y descomprometida.
El mártir, en efecto, no es un desesperado, como tampoco es un presuntuoso. No es un mártir cristiano aquel que entrega la vida por despecho. El mártir no renuncia a lo que desprecia sino que
entrega lo que más profundamente ama. Ofrece un presente, ciertamente valioso, en aras de un futuro en el que cree y espera amorosamente. El mártir cristiano no entrega la vida por una verdad abstracta, sino por amor al Verdadero.
Un testimonio de la fe llevado hasta las últimas consecuencias, es decir hasta la muerte, es siempre un signo de la verdad y la santidad del Mesías, que "se entregó a sí mismo hasta la muerte y una muerte de cruz".
La era de los mártires no queda reducida a los primeros siglos de la historia cristiana. En todas las épocas, los creyentes en Jesucristo han dado pruebas de la fortaleza que el Espíritu de Dios depositaba en sus vidas. Así han dado el testimonio supremo del que vive por los siglos.
Ni antes ni ahora el martirio se mide por la cantidad de los tormentos o el género de las asechanzas, sino por la grandeza del amor que mantiene al mártir. Con razón decía San Agustín que al mártir cristiano no lo hace la pena sino la causa.
También en nuestro tiempo, los mártires cristianos ofrecen un testimonio de fortaleza. Y ofrecen ese signo no solo a los que vuelven sus ojos sin prejuicios hacia la majestad del Dios único. Lo ofrecen también a todos los que valoran, promueven y defienden la dignidad del ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios.
José-Román Flecha Andrés
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