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Hacía tiempo que no trasnochaba hasta el punto de cerrar el bar de Emilio; será que los años no me permiten hacer lo que ayer era cotidiano. Solos y juntos recogemos las mesas, subimos los taburetes a la barra y charlamos amigablemente.
Me dice Emilio que está preocupado, que me estoy radicalizando, que los chistes son cada vez más bestias y que mi diana apunta siempre hacia el mismo lado.
Me paro un instante antes de contestar, le doy un sorbo a la cerveza que acaba de regalarme y le digo que sí, que es cierto. Pero que veo como una mano real e invisible me empuja a hacerlo.
Le hablo de mi miedo en democracia, de la ley mordaza, de la guardia civil haciendo de esquiroles en los aeropuertos, del derecho al trabajo (hoy, más que ayer, papel mojado).
Le comento que cada vez me asustan más los salvapatrias, esos que, si no tienes sentimiento español, te obligan a serlo. Y te imponen la nacionalidad en nombre de la democracia, prohibiendo que votes que (dicen los que entienden de estas cosas) es la máxima expresión de la democracia. ¡Dios, cuánto empiezo a odiar esa palabra y lo que han hecho que represente!
Le cuento casos de temporalidad en los contratos, de la pérdida de poder adquisitivo, del rescate a la banca, del odio que nos inculcan contra todos los musulmanes porque cuatro malnacidos se comportan como descerebrados?
Vuelvo a beber mi trago de cerveza. Desde hace un rato, Emilio, como autómata del PP, no me escucha, está a lo suyo.
Le llamo Rajoy y no me oye.
Sí, me estoy radicalizando. Lo malo es que los Emilios que hay por el mundo no llegarán a entender el porqué.
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