La suave brisa del temple

Mi padre, en la Glorieta, cuando hacía el paseíllo Dámaso González, me decía: ¡cállate y observa!. Y Ahí andaba aquel torero bajito con la estética torera a contradiós, con el corbatín en el cogote y la vulgaridad más absoluta en el concepto. El toro difícil, resabiado, serio, cogía moscas por los dos pitones, la cara por las nubes. El torero se medio defiende con el capote y, de repente, de corrido, la furia de la embestida virgen, le arrea el de Albacete tres chicuelinas y el entusiasmo del personal desarma. Dámaso enhebra lances a pies juntos con chicuelinas y chicuelinas sin orden ni concierto?y la solanera estalla ruidosa.

Dámaso González, criado en las capeas. De Albacete. Un tipo seco, de escasas palabras, sin mueca de vanidad por ningún lado, enjuto, poca estatura. Físico torero ni por asomo. Si te lo cuentan no te lo crees, había que verlo. Muleta en la mano derecha, montada, este hombre era un mago del temple, una muñeca con la suave brisa del temple. Acariciaba distancia y tempo. En fútbol, tal que Zidane. Le he visto someter toros de escabroso temperamento, de miradas buidas y aviesas intenciones. Pero el vientre carmesí y sosegado de su muleta los embelesaba del tal manera que la entrega final del bravo dibujaba el milagro.

Dámaso González fue el pionero del concepto técnico y emotivo de ligar los pases. De acortar pasos hasta la extenuación, de economizar distancias ante el toro. Luego vino Ojeda con otro cuerpo y remató el modelo. Pero el gran Dámaso ?que tuvo que sufrir durante años la indiferencia y el desprecio de la crítica, que no del público menos exigente, que es mayoría- fue el primero. Un valor extremo ante los toros y, desde él, un dominio absoluto.

Y además un hombre humilde, sencillo. La historia del toreo pone letras de oro a artistas así. Descanse en paz, maestro.

Toño Blázquez