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Unos juegos sexuales que alcanzan la extravagancia
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EN EL CENTRO DE SALAMANCA

Unos juegos sexuales que alcanzan la extravagancia

Actualizado 08/08/2017
Santos Gozalo

Guillermo (nombre ficticio) se desplaza cada miércoles a una vivienda cercana a la Gran Vía para materializar sus fantasías con la ayuda de una dominatrix, Stacy

El reloj marca las 13:40 en la habitación de un inmueble situado cerca de la Gran Vía. La persiana está bajada, aunque no lo suficiente para evitar que se filtre la luz por algunos huecos. Un hombre de mediana edad se apoya en el suelo con las manos y las rodillas, como si imitara a un perro. Viste un tanga negro y del cuello le pende un collar con puntas metálicas. La imagen es ridícula: rebasa el esperpento. Pero a Guillermo no le importa. No le aterra mostrarse así.

En la estancia, se olvida de los complejos: consigue noquear los miedos. Se siente protegido, distanciado del mundo, del trabajo, de sus compañeros de la oficina, de sus amigos, de su familia. Ningún conocido se va a plantar delante de él para reprocharle este comportamiento ni para tildarlo de perturbado. Puede estar tranquilo y disfrutar durante los próximos cincuenta minutos.

Frente a él, una mujer de unos 40 años luce un corsé oscuro y unos guantes con las puntas cortadas. Esconde la cara detrás de una máscara negra, y unas mallas de rejilla le recorren las piernas. Los zapatos de tacón de aguja le confieren unos cuantos centímetros más de altura al tiempo que incrementan su imponente imagen. Al cabo de unos segundos, le pide al hombre que emita un ladrido, que actúe como si fuera una mascota canina. Él se niega y obtiene una reprimenda. Pero la recibe con agrado. Al instante, nota un tirón en la entrepierna.

Al ver que ha conseguido el efecto contrario, Stacy opta por cambiar de conducta. Aunque intenta disimularlo, los ojos la delatan. La decepción se percibe en sus pupilas: no se esperaba esa respuesta, de modo que decide permanecer quieta unos minutos. A continuación, para desestabilizarlo, le pasa los dedos por la espalda con suavidad. Espera que le implore sus deseos, que le suplique sus anhelos durante un momento de debilidad. Cuando llegue ese instante, se sentirá poderosa ante una persona a la que le dedica unas miradas llenas de ira. «Estás siendo un chico muy muy, pero que muy rebelde», le espeta.

Una relación basada en el consenso

El vínculo que ambos han creado se sustenta en el respeto. Todo lo que hacen está pactado. Ella nunca excede los límites. Jamás hace algo que él no quiera o no esté acordado. «Antes de comenzar la sesión, hablamos, sentamos las bases de lo que dará de sí el encuentro», explican. Entre ellos hay unas normas. Cuando él se siente incómodo o cree que va a llegar al límite, solo debe pronunciar una palabra (acordada por los dos) o, si tiene la boca ocupada, hacer un gesto para que el «juego» se detenga. En ese momento, todo regresa a la normalidad, los roles se difuminan y acaba la actuación.

Guillermo jamás ha sentido la necesidad de interrumpir una representación. Ambos consiguen entenderse con rapidez cuando están juntos, la química entre ellos nace enseguida. Stacy cuenta con más de diez años de experiencia en este mundo y conoce a los hombres. No lo hace por dinero (jamás ha cobrado por ello), sino por placer, porque le gusta dominar y demuestra soltura en ese terreno. «Lo hace muy bien, me lo paso fenomenal», afirma él, que se interesó por ella después de leer un reportaje sobre el tema en una publicación digital.

Eso ocurrió hace un par de años, una tarde en la que estaba aburrido en casa. En aquel momento, navegaba por Internet con los ojos cansados después de una larga jornada laboral. Por un momento, creyó que se dormiría frente a la pantalla del ordenador. Justo cuando los párpados le iban a nublar la mirada, un titular con aire amarillista captó su atención. Las imágenes que acompañaban al texto acrecentaron su curiosidad. «En ellas había látigos largos y delgados, máscaras negras, lencería atrevida, vestidos de látex o zapatos con unos tacones kilométricos», evoca.

Aquellas fotografías le causaron excitación, lo empujaron a explorar. Tras media hora buscando por la Red, se topó con el número de teléfono de Stacy. Figuraba en una página de contactos. «El anuncio incidía en la profesionalidad y la discreción», recuerda. Y, desde la primera vez que se vieron hasta ahora, ha sido así. Lejos de decepcionarlo, ella ha cumplido sus expectativas. «A veces incluso las ha superado», reconoce con expresión divertida.

En las citas que conciertan (los miércoles a primera hora de la tarde), nunca mantienen relaciones sexuales. Así lo determinaron la primera vez que hablaron. El placer les llega por otras vías. Disfrutan, cada uno de distinta forma, desempeñando papeles opuestos. Ella representa a una mujer fría con los hombres; él encarna a un tipo dócil ante un ser de apariencia dura.

Sin embargo, a Guillermo jamás le asola el miedo. Al contrario: le atraen las reacciones y la originalidad que ella exhibe en cada sesión. Las novedades que introduce para burlarse de la monotonía. Los alicientes que lo impulsan a contar los días, las horas y los minutos que faltan para que llegue el siguiente miércoles. Además, físicamente, Stacy es muy guapa. Provocaría más de un infarto si quisiera. Posee un cuerpo espectacular, resaltado por unos pechos generosos y unas caderas estilizadas. Pero a él se le agita el corazón con otras partes de su anatomía.

Debilidad por los pies

Hay hombres a los que les excitan los senos turgentes, los rostros angulosos o las piernas largas y torneadas. O las tres cosas a la vez. Guillermo, en cambio, se fija en todo lo relacionado con los pies. Cuando contempla a una mujer atractiva en un catálogo erótico, en lugar de admirar esos atributos que tantos sofocos les ocasionan a casi todos los hombres, repara en el calzado que lleva la modelo, en el material con el que se han confeccionado las prendas, en el color, en la longitud de los tacones, en si las punteras están coronadas por una abertura e incluso en el esfuerzo que deben hacer los tendones de Aquiles para sostenerse a unos cuantos centímetros del suelo.

Muy pocas veces ha visto unos pies tan cuidados y bonitos como los de Stacy, especialmente cuando se pinta las uñas de verde. A Guillermo le encanta ese color. Ella lo sabe: enumeraría sin dificultad todos sus gustos. Por eso, de vez en cuando, le brinda una alegría y lo satisface. A veces, si se porta bien, le permite incluso descalzarla. Cuando está de buen humor, también le da permiso para que le deslice las medias hasta los tobillos y le deje al descubierto las piernas. En ese momento, la temperatura de él es tan alta que reventaría los termómetros caribeños. El corazón le late desbocadamente, como si quisiera perforarle el pecho. Con un poco de suerte, si ha tenido un buen día, lo invita a que la ayude a deshacerse de las medias y los pies queden, por fin, desnudos.

Cuando eso ocurre, el siguiente paso resulta inevitable. Primero, le desliza la lengua por cada empeine, después le paladea los dedos, tanto de la extremidad derecha como de la izquierda, y, finalmente, le surca las plantas. Para entonces, su nivel de excitación ha dinamitado cualquier escala. Se encuentra muy cerca del paro cardíaco. Si no termina pronto, sabe que, en el mejor de los casos, acabará el día acostado en la cama de un hospital. «Me voy haciendo mayor para aguantar tantas emociones», bromea mientras esboza una amplia sonrisa. Por fortuna, jamás ha lamentado un percance y nadie se ha enterado en qué «invierte» el escaso tiempo que le dejan las obligaciones laborales.

Unas fantasías a buen recaudo

Guillermo nunca le ha hablado a nadie de Stacy. Si su familia se enterara, su vida se derrumbaría, se despedazaría con rapidez. Por eso trata de ser discreto: queda solo un día a la semana para evitar las sospechas y las ausencias injustificadas. Se trata de no suscitar dudas, de no dar motivos para que emerja la desconfianza. Si su mujer descubriera sus andanzas, lo echaría de casa. Le impediría traspasar la puerta del domicilio, ubicado en una zona acomodada de la capital.

Ella es una mujer muy tradicional, de las que acuden a misa casi todos los días. Después se pasea con el bolso colgado del brazo, cerca del codo, y la mirada altiva por las calles principales de la ciudad mientras dirige la vista hacia los escaparates. Por mucho que se esforzara en explicarle sus fantasías, nunca las entendería, desecharía sus palabras enseguida. «Diría que estoy loco, que deberían encerrarme en un psiquiátrico y arrojar la llave al mar para que no pudiera salir», dice convencido.

Tampoco sabrían asimilarlo ni sus amigos ni sus compañeros de trabajo. En los dos casos, se arriesgaría a que le perdieran el respeto, a que se rieran de él. Se convertiría en el protagonista de todos los comentarios. No tardarían en enterarse todos y se enfrentaría a una retahíla de bromas y de palabras cargadas de dobles significados que le provocarían nerviosismo. Incluso un ataque de ansiedad. No sabría encarar esa situación, le oprimiría el pánico, ya que se define como una persona tímida y llena de complejos. «Ojalá tuviese una personalidad fuerte, pero, por desgracia, soy de esos tipos que se ahogan en un vaso de agua», admite con cierta resignación. Se vería desbordado, aunque, sostiene, seguro que muchos de ellos también esconden unos cuantos secretos. «El que esté libre de pecado que tire la primera piedra», concluye apoyándose en el refranero.

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