Los últimos quinientos años de la Iglesia (1517-2017) han estado marcados por Lutero e Ignacio de Loyola, muy distintos, pero complementarios.
‒ Lutero clavó sus tesis el año 1517, iniciando una Reforma Protestantes (de protesta contra lo anterior) que no ha culminado plenamente todavía. Insistió en la fe y la libertad cristiana, en la libre interpretación de la Escritura, en el valor radical de la conciencia creyente, quizá a costa de la comunión de la Iglesia, pero siempre al servicio de Jesús.
‒ El año 1517, Ignacio estaba al servicio de J. Velázquez de Cuéllar, Contador mayor de Castilla (en Arévalo). Pero murió el Contador, e Ignacio paso al servicio del Duque de Nájera, virrey de Navarra, como hombre de armas y consejero. No había iniciado aún su "reforma personal" (que comenzaría el 1521, tras caer herido en el sitio de Pamplona), pero llevaba dentro el germen de lo que sería después su Reforma Católica, complementaria a la de Lutero, hace ahora quinientos años.
Seguiré hablando otro día de Lutero, para compararle mejor con Ignacio, al terminar estos quinientos años de Reforma Protestante y Católica de la Iglesia de Occidente, diciendo que ha llegado el tiempo de iniciar otros quinientos años (2017‒2067), que han de ser esenciales para el nuevo cristianismo, volviendo a Jesús (como quiso Ignacio), en línea de libertad (como quiso Lutero), en gesto de nueva comunión eclesial, al servicio de los más pobres (cosa que Ignacio y Lutero no acabaron de ver plenamente, aunque Ignacio se hizo y fue por muchos años pobre entre los pobres, viviendo siempre en austeridad evangélica y espartana, de apóstol y soldado).
Ignacio, que aparece en la primera imagen como soldado, inició una reforma "militante" de la Iglesia, fundando para ello una Compañía o Cuerpo de Élite, de soldados de Jesús, al servicio de su Iglesia.
Ha sido importante ese estilo de milicia evangélica(aunque como he dicho en mi libro Ejercicio de amor. San Juan de la Cruz (San Pablo, Madrid 2017), ella ha de ser completado con el estilo amante de los contemplativos de amor, como Juan de la Cruz.
Tenemos por gracia un Papa Jesuita, llamado Bergoglio, que ha tomado el nombre de Francisco, y con él pueden terminar los 500 primeros años de Reforma Católica de Ignacio, para comenzar así otros quinientos, con un Ignacio que no aparezca ya como Soldado de la Iglesia, sino como Amigo y compañero, como él quiso serlo también y lo mostró en sus Ejercicios Espirituales, dejando a los creyentes en manos de Jesús, a fin de prepararse para realizar su obra.
La figura y la obra de Ignacio de Loyola ha determinado, de un modo directo o indirecto, los últimos 500 años de la iglesia, y creo que puede y debe seguir influyendo otros quinientos años. Pero es muy posible que para ello debamos pasar del Ignacio soldado de una Iglesia militante, al Ignacio pobre peregrino que anduvo por los caminos de Manresa y Barcelona, de Tierra Santa y de Salamanca, de París y de Roma? antes de fundar formalmente la Compañía de Jesús.
De su meditación principal de Las Dos Banderas quiero tratar otro día, para actualizarla en las nuevas circunstancias eclesiales. Hoy me limito a ofrecer una semblanza básica de Ignacio (para completar otras que he venido ofreciendo en mi blog en años pasados).
Imagen 1: Ignacio Soldado Devoto.
Imagen 2: Ignacio fundador, con una aureola que dice bien AMDG (ad maiorem Dei gloriam, para mayor gloria de Dios), pero que debería completarse según Jesús con otra que dijera AMPV (=para mayor vida de los pobres).
1. Ignacio de Loyola (1491-1556). Una vida en síntesis
‒ Soldado y fundador de la Compañía de Jesús. Vasco de Azpeitia, había sido caballero al servicio de Castilla, pero cayó herido y, en la convalecencia se convirtió al evangelio. Es el representante máximo de la contra-reforma católica, uno de los creadores del pensamiento y de la misión cristiana de la modernidad.
Se le puede tomar como el último cruzado de la Edad Media; pero, al mismo tiempo, ha sido el creador de una espiritualidad y una estrategia apostólica moderna, centrada en la entrega de la vida, al servicio de la libertad interior y de la Iglesia, tal como aparece en su fundación ejemplar, la Compañía de Jesús (Paris año, 1540), formada por unos socios (=jesuitas) al servicio de la obra de la Iglesia.
‒ Un caballero cristiano al encuentro de Cristo. No era un hombre de "letras", en el sentido técnico del término, pero estudió teología en la universidad de París (tras haber pasado por Alcalá de Henares y, durante menos tiempo, por Salamanca).
Ignacio conocía bien la vida social y militar de su tiempo, pero asumió el impulso de los nuevos movimientos del pensamiento católico, y quiso fundamentar su espiritualidad en la vida de Cristo, tal como aparece en las tres últimas semanas de sus Ejercicios Espirituales, que tienen como finalidad la formación de unos "soldados" al servicio de la obra de Jesús, dentro de la Iglesia católica.
Ignacio ha transformado así la cruzada militar antigua, dirigida a la conquista externa de Jerusalén, en apostolado al servicio concreto de la Iglesia, extendida por el mundo. Ese programa, abierto a todos los cristianos (a quienes dirige sus Ejercicios), se expresa de un modo especial a través de los miembros de la Compañía de Jesús, para quienes él escribe las Constituciones, uno de los textos de organización social más importantes de la historia de occidente.
‒ Compañía de Jesús. Las órdenes religiosas antiguas habían realizado una gran labor al servicio de la Iglesia, desde los primeros benedictinos (con los monjes de Cluny o del Cister) hasta los franciscanos y los dominicos, pero ellos realizaban en principio una tareas más genéricas. Por el contrario, los nuevos socios (compañeros, militares) de Jesús, según Ignacio de Loyola, han nacido para ponerse directamente al servicio de la Iglesia amenazada.
En algún sentido, los jesuitas fueron como los templarios del siglo XII, pero no luchaban por la conquista y defensa de la Tierra Santa, sino por la expansión y defensa de la Iglesia, a través de unos medios de entrega radical (no violenta), bajo el mandato de los superiores, que promueven y dirigen la causa de la Iglesia, las órdenes del Papa.
2. Liberados para la misión de Cristo
Hay otros modelos de vida y presencia cristiana (monacal, contemplativo, liberador en línea social?), pero el más significativo de la Iglesia Católica en los últimos quinientos años lo ha ofrecido Ignacio de Loyola al fundar la Compañía de Jesús, ese cuerpo especial de «liberados de Cristo» al servicio pleno de la iglesia (con voto de obediencia peculiar al papa).
Lógicamente, los jesuitas han planteado y resuelto de una manera especial la unidad entre vida oración y trabajo misionero, volviendo al testimonio y práctica de la vida de Jesús.
Los jesuitas se esfuerzan por hacerlo todo «ad maiorem Dei gloriam», para mayor gloria de Dios, pero en la línea de Jesús, al servicio de la nueva tarea eclesial del siglo XVI.
Ellos son apóstoles, se sienten enviados de Jesús sobre una tierra que parece quebrarse, amenazada, en estos tiempos de gran crisis. Crece la herejía y se pierden los creyentes; se ensanchan las fronteras del mundo y aparecen millones de paganos que han de ser adoctrinados y evangelizados; se desmorona la vida religiosa de los fieles, por falta de educación, de enseñanza religiosa, de guía espiritual...
Sobre una tierra así carece de sentido dedicarse, en ocio santo, al cultivo del campo y al reposo de los salmos que los monjes cantan en comunidad todos los días. Tampoco basta el testimonio de una vida sencilla, fraterna y mendicante, como aquella que vivían los hermanos franciscanos en los pueblos y ciudades de la Europa católica.
Todos los trabajos y tareas de este mundo pasan a segundo plano. Ignacio de Loyola piensa que sus compañeros (Compañía de Jesús) han de librarse de todo para pregonar y defender el reino, en este tiempo de batalla que Satán ha declarado contra Cristo (Ejercicios espirituales, 135-149). Jesús les habla así: «Mi voluntad es de conquistar todo el mundo y todos los enemigos, y así entrar en la gloria de mi Padre; por tanto, quien quisiere venir conmigo, ha de trabajar conmigo, porque siguiéndome en la pena me siga en la gloria» (Ibíd., 95).
Se trata, por tanto, de trabajar con Jesús, conforme a la palabra de Mt 28, 16-20: «Id por todo el mundo, haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo os he mandado».
Los hombres de este mundo (que son la mayoría) se ocuparán de las tareas rentables, productivas, en un plano económico y social: agricultura, comercio, administración, industria...
Los apóstoles de Cristo han de ocuparse de extender el evangelio: serán misioneros entre infieles, educadores cristianos, defensores del mensaje ante aquellos que lo atacan (los herejes), directores espirituales de los fieles, etc. Se trata, como vemos, de trabajos directamente apostólicos, propios de obispos-presbíteros, que Ignacio y sus jesuitas asumen y realizan por doquier, con estrategia unifica- da, en nombre del conjunto de la iglesia.
Por eso, ellos serán básicamente sacerdotes, una compañía de clérigos al servicio de la evangelización; los otros, laicos, sólo pueden ser «hermanos cooperadores», que realizan tareas secundarias de apoyo o de asistencia.
Este modelo es eficaz, valioso. Quizá por vez primera en todo el camino de su historia, la iglesia ha contado con una especie de cuerpo especial, unificado, casi militarizado, al servicio de su misión apostólica. Los jesuitas pueden ofrecer su colaboración inmediata, para la defensa de la fe, en cualquier punto de la tierra.
Los jesuitas piensan que es posible «vivir del evangelio». Si es preciso trabajar, trabajarán para comer, como hizo Pablo. Pero si los fieles les ofrecen su asistencia, acogerán esa asistencia: vivirán de aquello que los otros les han dado (casas, colegios, fundaciones, etc.), para dedicarse así de forma total al evangelio. Por eso, su pobreza ha de entenderse en clave de servicio: podrán tenerlo todo para exponer y propagar el evangelio, según las circunstancias de lugares y de tiempos; podrán utilizarlo todo; pero nada será suyo, pues lo tienen solamente para defensa y extensión del reino.
3. Cada Cristiano es toda la iglesia
Desde ese fondo se comprende la oración de los jesuitas, que no tendrán una liturgia extensa y sosegada (modelo monacal), pues con ello no podrían estar libres para el reino. Tampoco buscarán una especie de contemplación mística entendida en línea de transformación vital (individual) para el amor (como quería Juan de la Cruz), pues ello implica un ritmo diferente de unidad interna, de encuentro cordial con Jesucristo, de retiro y calma.
El jesuita será un hombre de meditación personal abierta a la vida práctica, pues el encuentro con Jesús, que él actualiza y cultiva cada día, le introduce en su misión y apostolado. La meditación habrá de hacerse con plena libertad, en el momento que resulte más propicio, ordinariamente de mañana, antes de empezar el día y sus trabajos.
El jesuita se concentra en soledad, como hombre liberado que prepara su jornada de evangelio; ciertamente, cuenta con la ayuda y ejemplo de sus «socios» (Compañía de Jesús), pero debe cultivar su plegaria principal a solas. De esa forma se incorpora cada día al Cristo que le envía a realizar su obra misionera sobre el mundo. La oración viene a entenderse así como ejercicio de liberación interior y compromiso por el Cristo: el jesuita se hace un nuevo Cristo y, como Cristo, asume, en una intensa disponibilidad, la tarea de su reino. En ese sentido he dicho que cada Jesuita es toda la Iglesia
Para ello ha desarrollado Ignacio un modelo de oración (meditación) que puede y debe realizarse de manera personal, y que consta, en principio, de cuatro momentos principales:
? Composición de lugar. Para iniciar el camino de su meditación, el orante ha de evocar y «componer» o recrear en su imaginación el encuadre de una determinada escena evangélica. De esa forma puede concentrarse enteramente en ella.
? Discurso mental. Centrado en la escena, el orante ha de pensar a fondo acerca de ella. Así discurre: organiza y elabora los diversos aspectos del misterio, para descubrir lo que ellos significan. La oración tiene pues un rasgo de razonamiento.
? Participación del corazón. El orante no consigue resolver con su discurso los enigmas que le ofrece el evangelio. Por eso debe introducirse en el misterio. Ya no piensa, no razona. Deja que Dios mismo hable en su hondura, al interior del corazón, y de esa forma participa en el misterio.
? Transformación de la voluntad. La oración se convierte en nuevo compromiso que brota del amor de Cristo, en actitud de entrega radical a la misión del evangelio: no soy yo quien se decide y compromete; el mismo Cristo me ama y actúa con su fuerza salvadora a través de mi existencia.
Así lo he querido desarrollar en las reflexiones que siguen, que ofrezco a mis lectores como ejemplo y guía de oración cristiana, en la línea de Ignacio de Loyola. Buena fiesta a todos en su día.
La genialidad de Ignacio de Loyola al precisar este proceso de meditación ha consistido en aplicar al hombre individual de su tiempo el mismo esquema de encuentro con el Cristo que la iglesia ya vivía de manera más comunitaria, a través de la liturgia, pues cada creyente, en la línea de Lutero es en realidad toda la Iglesia.
La meditación es, por tanto, un tipo de actualización consciente, individual y programada de aquello que celebra la liturgia para todos los fieles, en el centro de la iglesia. Eso significa que la meditación personal puede y debe ser reforzada por medio de la liturgia. No se trata de olvidar o abandonar el método ignaciano de oración, quedando sólo con aquello que ofrece la liturgia. En modo alguno.
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