Resulta que ahora lo progre es oponerse al comercio mundial: por ejemplo, a esos tratados, como la CETA, que amplían el intercambio de bienes y servicios entre Europa y Canadá.
No importa que esos tratados abaraten costos y beneficien a productores y consumidores: al parecer, la hipotética posibilidad de que cuestionen algún futuro derecho de esos beneficiarios los convierte en malditos, pese a sus clarísimas ventajas sociales.
Esa inquina a la libertad, que no es nueva, se envuelve, pues, en un manto de progresismo: al igual que la lucha contra los alimentos transgénicos, cuya nocividad nunca ha sido demostrada, pero que permiten alimentar, en cambio, a millones de personas desnutridas en todo el mundo.
Lo normal de ese falso progresismo, proclive a aumentar impuestos, subsidiar producciones no rentables, predicar el proteccionismo e impedir que los países pobres exporten los productos que les permiten tener ingresos, es que se hace desde el confort de los países desarrollados y sin que sus propagandistas sufran menoscabo alguno en su bienestar. El de los más menesterosos, en cambio, parece importarles bastante poco, ya que en esos posibles intercambios participarían las para ellos malditas empresas multinacionales, por supuesto, dada su mayor capacidad, mejor tecnología y mayor aportación de capital que el resto.
Los conceptos de progresista y reaccionario son, por consiguiente, más que discutibles: ¿hay que dejar sin vacunar a los niños del Tercer Mundo porque los medicamentos los produzcan grandes farmacéuticas?, ¿no hay que oponerse, en cambio, a las matanzas animales con rituales religiosos y sin medidas sanitarias y profilácticas suficientes, debido a que las hacen grupos sociales protegidos?
Pero volvamos al denostado comercio internacional y a la globalización que lo propicia: gracias a él, muchos países subdesarrollados han comenzado a dejar de serlo. Digámosles, en nombre de un falso progresismo, que nos importa menos su bienestar que el de nuestras industrias obsoletas y que preferimos la protección de nuestros privilegios a la libertad de comercio. ¡Ah!: y que quien se oponga a todo esto, además, no es más que un carca de tomo y lomo.
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