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Fervor de Buenos Aires
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Fervor de Buenos Aires

Actualizado 26/06/2017
Lorenzo M. Bujosa Vadell

El cielo está gris, pero la ciudad vibra. Usted acaba de desembarcar en el puerto, una vez cruzado el Río de la Plata. Con su escasa maleta se adentra por la cuadrícula familiar, donde resuenan muchos ecos conocidos, un curioso castellano con fuerte entonación italiana. A usted le parecen inconfundibles imágenes mediterráneas, en ocasiones un poco decadentes, en otras nostálgicas.

Camina por las inestables aceras, cruza las interminables calles, pasa por delante de la Bolsa de Comercio, que merecería mejores perspectivas, y ve las puertas de los grandes bancos, que aún conservan muestras de los amargos días de 2001, del famoso corralito que nadie ha olvidado. Edificios altos, como la ciudad misma.

Es muy probable que llegue, aunque no quiera, a la Plaza de Mayo, escenario civil y militar. Pedazo de la intensa historia argentina. Ahí se encuentra con una disposición extraña, peculiar. En lugar central desde luego la Casa Rosada, como una sencilla mansión burguesa que domina la parte oriental. Enfrente, el cabildo blanco, reliquia de otros tiempos que ahí ha quedado. Parece un milagro. Como lo parece también que ahí en una esquina, sin mayor importancia, haya quedado ese edificio neoclásico al que llaman Catedral.

Le será fácil llegar al Obelisco, pero demórese por la Avenida de Mayo y disfrutará de esa maravilla porteña que son los cafés. Le invitaría al Tortoni, pero no me queda suelto. Siga vagando sin rumbo preciso, piérdase por esas aceras donde el tango no es un tópico. Es la ciudad viva, que muestra la cara a los turistas, pero sin perder su aire auténtico. Su personalidad fuerte.

Podrá atajar por alguna de las calles a la derecha, para no perderse los teatros de la eterna calle Corrientes, y más allá de 9 de julio, siga usted para ver una librería detrás de otra, que muestran la honrosa herencia de Sarmiento, una excepción entre pocas de tantos políticos infames que le han tocado a esta generosa república.

Allí, entre Corrientes y Talcahuano, además de resistirse a gastarse más de la cuenta en viejas y nuevas ediciones, se reconciliará con la ciudad que le acoge. Un pueblo culto no puede ser un mal pueblo. Una ciudad tan amante de la cultura no puede ser más que digna de admiración. Y como para corroborar estos ligeros pensamientos, entra en la Plaza Lavalle. A su izquierda quedará el Palacio de Justicia, en cuyo palomar cada día trabajan grupos de estudiantes de la UBA, en sus consultorios de práctica profesional. Del otro lado, también solemne con causa, el Teatro Colón, sin duda uno de los más reconocidos de este hemisferio. Guinda de predilección por esta capital del arte.

Le quedan múltiples opciones, aunque ha dejado muy atrás San Telmo, no se lo pierda, no tiene por qué ir en línea recta. Pero puede avanzar hacia Santa Fe. No está lejos de la Recoleta, aunque si es de noche le recomiendo Palermo y tómese allí un Fernet. Pero antes entre en esa otra maravilla que es el Ateneo, ese hermoso teatro convertido en librería, y siéntese en una de las mesas del escenario para contemplar la platea, llena de libros, no le será difícil charlar de cualquier cosa. El bonaerense está ávido por contarle lo mal que van las cosas y concluir que no tiene remedio el quilombo.

Usted haga caso relativo, está rodeado de gente inteligente, bastante más que usted. Se toman la vida con desdén e ironía, una forma de supervivencia mejor que muchas otras. Tal vez a usted se le contagie algo del saber vivir de estos quejosos, entretanto no pierda usted esta mirada de extranjero. La que tuvieron tantos que vinieron acá y se quedaron. Esa admiración y ese fervor, que a duras penas ellos mantienen escondidos, pero usted como invitado no tiene por qué.

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