Una gran parte de la humanidad está hoy hambrienta y desesperada y no tienen arroz ni pan para llevarse a la boca. Esto es una gran vergüenza para nuestra humanidad. Comiendo y bebiendo juntos es cómo los seres humanos mejor celebran la alegría de vivir y de convivir. ¿De qué sirve acogernos unos a otros hospitalariamente, convivir humanamente, respetarnos mutuamente y tolerarnos pacientemente si no somos capaces de comer y beber juntos y, de ese modo, garantizar colectivamente la reproducción de la vida, con la generosidad, el carácter festivo y la jovialidad que son propios de tal acontecimiento? A fin de cuentas, como en el Reino de Dios, la mesa está puesta para que los comensales celebren finalmente el reencontrarse en casa.
Somos parte de una humanidad flagelada en la que hay ochocientos millones de personas que pasan hambre, casi dos mil millones de desnutridos, mil millones de personas sin agua potable suficiente, y dos mil millones sin aguas debidamente tratadas.
Otro mundo que llama la atención es el del inmigrante. Uno de los episodios , quizá el más conocido fue el que ocurrió en octubre de 2013, ante las costas de Lampedusa, que hizo decir al papa Francisco: "¡Vergüenza!" En los catorce años que llevamos del siglo XXI, han muerto en el mar Mediterráneo unas 20.000 personas.
El 11 de septiembre de 2001, cuando unos terroristas hicieron estrellarse dos aviones contra las Torres Gemelas de Nueva York y otro avión contra el Pentágono en Washington, murieron cerca de 3.000 personas. La humanidad quedó horrorizada.
Pero desgraciadamente, aquel mismo día, 16.400 niños menores de cinco años murieron de hambre y de desnutrición: una cifra cinco veces superior a la de las víctimas del terrorismo y los que fueron abortados y nadie se sentía aterrado por estas cifras.
La Cumbre Mundial de la Alimentación celebrada en Roma en 1996, que se propuso erradicar el hambre antes del año 2015. Lamentablemente, la propia FAO comunicó en 1998 que estos objetivos no se alcanzarán a menos que se supere el profundísimo foso de las desigualdades sociales.
Efectivamente, el mapa del hambre es aterrador. Según la Organización Mundial para la Alimentación y la Agricultura (FAO), cerca de 800 millones de personas no gozan de ninguna seguridad alimenticia. Cada día mueren de inanición 20.000 personas en el mundo. He ahí la tragedia que nos asola actualmente, cuyos orígenes se remontan al neolítico, con las prácticas agresivas que en ese período introdujo el ser humano en relación con la naturaleza y sus recursos, a lo cual vino a unirse la injusta organización social.
El flagelo del hambre no constituye, propiamente, un problema técnico. Existen técnicas de producción extraordinariamente eficaces, y la producción de alimentos es superior al crecimiento de la población mundial, pero están pésimamente distribuidos: un 20% de la humanidad dispone para su disfrute del 80% de los medios de vida, mientras que un 80% de la humanidad debe contentarse con tan sólo el 20% de dichos recursos vitales. La distribución es, pues, desigual, injusta y pecaminosa. Como ya dijo Gandhi, esa pobreza que es productora del hambre "constituye un insulto; es una pobreza que envilece, deshumaniza y destruye el cuerpo y el espíritu..., cuando no la propia alma; es la forma de violencia más asesina que existe".
Muchas son las causas de esta situación. Una injusticia básica se encuentra en la raíz misma de la actual calamidad que supone esa humanidad hambrienta y sufriente. Si no hay solidaridad, no hay salvación y pueden ser una realidad las palabras que Dante vio inscritas en el umbral del infierno: "abandonad toda esperanza los que aquí entráis".
La celebración del Corpus tiene que llevarnos a los cristianos, a nosotros que comemos el Cuerpo de Cristo a comulgar con los hermanos, especialmente los más necesitados. Cantamos con devoción: "Te conocimos, Señor, al partir el pan, Tú nos conoces, Señor, al partir el pan". ¡Ojalá sea verdad que somos capaces de partir y compartir el pan!
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